El castillo de Gripsholm, de Kurt Tucholsky (Acantilado) Traducción de Jorge Seca | por Óscar Brox

Kurt Tucholsky | El castillo de Gripsholm

A comienzos de 1930, Kurt Tucholsky decidió hacer las maletas y trasladar su residencia berlinesa a Suecia. El clima alemán, cada vez más opresivo, mostraba los primeros síntomas del futuro desastre. Con la economía por los suelos y la política de Weimar al límite de sus fuerzas, el partido de Hitler no dejó de avanzar en dirección al reichstag con violencia y determinación. Y Tucholsky, que como tantos otros no podía imaginar a un golpista condenado pilotando el destino de Alemania, intuyó en ese movimiento el declinar de un tiempo. Aquello que la quema masiva de libros, las deportaciones raciales y la ideología totalitaria plasmarían sin dejar margen para la revuelta. Para la sátira o la disidencia humanista.

El castillo de Gripsholm, publicada en 1931, es una novela escrita casi al borde del abismo, cuya historia resulta inseparable de los acontecimientos biográficos de su autor. Una obra de verano, ambientada en un tiempo de vacaciones en el que los sentimientos, siempre ligeros, dibujan el que tal vez fuese el último reducto de libertad para Tucholsky. Un castillo en Suecia, cerca de Mariefred, rodeado por bosques, lagos, una temperatura cálida y el pícaro y delicado amor de los jóvenes. Días de ocio, en los que el tiempo no tiene importancia; solo los chapuzones en el agua fresca, los paseos de una punta a la otra, las caricias y las visitas de amigos. Tucholsky describía en ese verano entre Peter/Kuert y Lydia/La princesa, los que quizá fueron sus postreros instantes de auténtica felicidad. Con esas impresiones tan vívidas y tiernas, de pura alegría, marcadas por el juego continuo con los dialectos alemanes y la fina sátira sobre las imposturas sociales.

Tucholsky inicia su novela como si se tratase de una reacción ante el encargo de un editor distraído que necesita material ligero para publicar; nada grave, puro entretenimiento. O, según se mire, miedo ante las numerosas persecuciones que las bandas paramilitares de los nacionalsocialistas llevaban a cabo con total impunidad. Sin embargo, la distensión que impregna el relato de El castillo de Gripsholm es de todo menos inocente. Es cierto que en él prepondera la naturaleza erótica del verano, el desenfado de esa pareja que no ceja en su empeño por disfrutar de su vida hasta el último rayo del sol y ese hermoso sentimiento de vitalidad que embarga cada uno de sus breves episodios. Pero uno intuye bajo la escritura de Tucholsky una especie de inventario, de carta documental en la que se cifra una alegría de vivir próxima a su desaparición. En la que los días se estiran no solo por el placer de vivirlos, también por el miedo a perderlos definitivamente. Así, Tucholsky opone al relato de esas vacaciones la pequeña historia de un internado de niñas gobernado por una tirana. Caricaturizada hasta el extremo, la Sra. Adriani muestra, tal vez, la cara de ese fascismo arrollador larvado en las calles de Alemania. El despotismo, la sinrazón y, sobre todo, la obsesión por dominar cada ápice de las vidas de los demás; en este caso, de las niñas puestas bajo su tutela.

Las aventuras de Peter y Lydia, propias de una comedia bufa, les conducen a través de los recovecos del castillo, de una cena con otros turistas a las melopeas junto al amigo Karlchen, del capricho por un menage à trois con Billie, la amiga de Lydia, a un instinto de protección con la pequeña Ada. En esas pocas páginas, Tucholsky acumula tantas anécdotas que nos deja sin respiro, como si el lector fuese también partícipe de la jornada bien aprovechada. Bailamos, besamos y compartimos secretos al oído, deseos que es mejor no poner en práctica y sensaciones que pasan como efímeros momentos de gloria en ese minúsculo paraíso. Y, por así decirlo, la vida no sigue. Se detiene ahí, en los lindes de Suecia, mientras el verano aguanta y el sol se pone cada vez más tarde. Porque, de esto nos enteramos después, no parece existir otra vida. Otro lugar. Otra posibilidad. En definitiva, otro hogar. Gripsholm es el último. El ideal de felicidad. Los días alegres en los que la despreocupación es el mejor salvoconducto para evitar que el terror cale hasta las entrañas.

De escritura exquisita, pura orfebrería dialectal en la que se combina lo culto y lo coloquial, la estética, la ética y las actitudes sociales de un tiempo que caminaba hacia su dolorosa derrota, El castillo de Gripsholm es una pequeña maravilla. Un tratado de dulce hedonismo que su autor interpuso para hacer frente al enemigo. Un relato de amor y alegría, mañana clara en la que los nubarrones han escampado, que existe por y para la vida. Esa vida que sus protagonistas exprimen sin pudor ni freno, con plena libertad, mientras el verano aguanta en el paisaje. Casi un sueño, el triunfo antes de la debacle, en el que Tucholsky quiso refugiarse. En un castillo que pudiese mantener cobijada su memoria, que en verdad era la de todos aquellos autores cuyas obras fueron quemadas en la plaza de la ópera de Berlín. A salvo de la barbarie. En un lugar en el que el verano, largo y cálido, durase para siempre.


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