La constelación de los cuervos, de Kenji Miyazawa (Satori)  Traducción de Kumiko Ukeda y Marta Añorbe Mateos | por Juan Jiménez García

Kenji Miyazawa | La constelación de los cuervos

Las comparaciones de la obra de Kenji Miyazaba con la del Estudio Ghibli, mediante Hayao Miyazaki, no dejan de ser justas. Ya no es una cuestión de coincidencias (leer prólogo), sino una cuestión de espíritu. Un espíritu que, seguramente, no está circunscrito solo a esto, sino que tiene que ve más con una manera de entender el mundo y la relación del ser humano, el último llegado, con la naturaleza. Por eso la palabra mágico (de cuentos mágicos) no está tampoco elegida al azar. Y es que conforme nos adentramos en el universo de estos relatos es ese término el que más veces nos viene a la cabeza. Un mundo mágico en el que los animales conviven con las personas a un mismo nivel y que, seguramente, se escapa a las fábulas occidentales, en los que los animales actuaban como hombres, más bien.

No es una cuestión, como decía, de humanizar a las animales, sino simplemente de hacerles compartir ese espacio común de otra manera. Y qué mejor que las películas de Miyazaki para entenderlo. Por eso, no es complicado encontrar a Totoro en ese gato lince del primer relato. Para Miyazawa el respeto por aquello que nos rodea es la piedra angular, y quebrantarlo solo puede llevarnos a una rebelión de elefantes o a un delirante recorrido, pedido tras pedido, de un par de cazadores. El humor está siempre presente (el humor limpio, cristalino, de la infancia) y las lecciones se aprenden solas, sin necesidad de subrayados ni moralejas. Miyazawa no vivió mucho (treinta y siete años, atravesados por la guerra y las fantasías bélicas de aquel Japón de la primera mitad de siglo, fantasías que coincidieron con su juventud), y se puedo permitir seguir anclado en aquella inocencia, no exenta de amargura. Una amargura que podemos encontrar en un relato antibelicista como La constelación de los cuervos. La fantasía no siempre podía escapar a la realidad.

Hay algo que atraviesa, al menos, todo estos relatos (ya no sé si su obra), que les confiere un mismo aliento. La naturaleza. Una naturaleza que vive, que respira, a través de sus habitantes (lo cual incluye al ser humano, aunque este sea el única capaz de verla como un lugar que visitar o un lugar que explotar). Y sus habitantes pueden ser unos montes que hablan o un bosque que roba, como pueden ser espíritus, siempre como algo que está ahí, que forman parte de un todo en el que nada nos distingue. La escritura de Miyazaba se abre. Su lenguaje se mueve en una total libertad, y aún con sus roturas formales, sus juegos, se entrega a esa misma búsqueda del todo de sus historias. Hasta ahora no había pensando en esa palabra, pero tal vez sea una cuestión de armonía, y la escritura un río que fluye a través de todas las cosas y todos los seres, terrenales o no, o un dulce viento que atraviesa las cosas o las rodea, pero captura algo que está en algún lado, disperso pero presente. La unidad de las cosas, contrapuesto a un todo que les haría perder ese sentimiento de lo especial, de lo único. En qué lugar del camino nos perdimos… Y en qué lugar del tiempo fuimos incapaces de volver atrás. Demasiados incendios y cosas perdidas en ellos. Pero nos siguen quedando escritores como Kenji Miyazaba para sentir que en el fondo aquello era lo justo, y no perdimos un paraíso, sino muchos.


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