Cien vistas del monte Fuji, de Katsushika Hokusai (Sans Soleil) | por Juan Jiménez García

Katsushika Hokusai | Cien vistas del monte Fuji

Si hay una cultura afecta a la repetición esa debe ser la japonesa. Solo hay que seguir su cine (con series interminables de películas que apenas tienen ligeras variaciones formales, repitiendo los mismos argumentos y personajes) para entender, si acaso mínimamente, esto. No hay una búsqueda de la originalidad por la originalidad sino más bien un gusto por el detalle, por esa mínima diferencia que le dará otro sentido o, simplemente, que cada aproximación tenga algo de inédita. Tal vez esto sirva mejor para entender un libro como Cien vistas del monte Fuji. Para entender esa obsesión por un solo motivo que, a su vez, es capaz de desvelarnos infinitos aspectos en la diferencia.

Hay un fragmento que no puedo dejar de reproducir. Lo escribió el propio Hokusai a modo de prólogo. Dice: «Desde los seis años tuve la manía de dibujar la forma de las cosas. A los cincuenta había producido gran número de dibujos, pero antes de los setenta no hice nada que mereciera la pena. A los setenta y tres creo haber adquirido algún conocimiento de la estructura verdadera de los seres naturales, animales, plantas, árboles, pájaros, peces e insectos. Creo que cuando cumpla los ochenta años habré progresado notablemente. A los noventa alcanzaré el misterio de las cosas, a los cien haré una obra asombrosa, y a los ciento diez cuanto dibuje, aunque solo sea una línea, poseerá el soplo de la vida.»

En él está recogido todo el libro. En el libro, todo Hokusai. La búsqueda del misterio de las cosas para acabar encontrando el soplo de la vida. En su modestia, seguía buscándolo, pero lo cierto es que ya estaba ahí. Solo la insatisfacción necesaria en todo artista que pretenda crear (sin más) le mantiene en esa búsqueda de lo ya encontrado. Artista del ukiyo-e, los tres caracteres que componen la palabra estaban recogidos en su obra: lo “flotante”, el “mundo”, la “pintura”. Lo flotante es aquello que está en esa pintura un poco por cualquier lado. Una esencia, una sensación, un leve movimiento. El mundo está ahí, alrededor. La vida. No solo la naturaleza, sino también el hombre. Lo humano y el “más allá”.

Todo nos dice algo. Tanto es así que ahora no podríamos entender otra edición del libro que aquella que ha hecho Sans Soleil, de la mano de David Almazán Tomás. Ya no solo su introducción a la obra, sino el dedicar a cada uno de los ciento dos grabados, de esas ciento dos vistas, su espacio, su comprensión. Así, cada una de las obras se muestra a sí misma, despojada de todo, excepto de sí misma, y luego se nos permite ir más allá, encontrar todos los significados que encierra y que a nosotros, observadores distantes, se nos escapan.

Estamos lejos, muy lejos, de una mera colección de estampas. Hokusai no solo fue uno de los artistas más grandes de su tiempo (tal vez el mayor), sino que se nos sigue mostrando en otra su perfección, en toda su emoción, cuando ha pasado tanto tiempo. La inmortalidad se puede alcanzar por unas olas y una brizna de hierba que se agita. Por una tela de araña o por un bosque de bambú. Una búsqueda incansable de la armonía, de la belleza, en unas obras destinadas, después de todo, a cualquiera. Ningún mundo ha desaparecido. Todo está ahí. Encontrar lo esencial en lo cotidiano.

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