Reportaje al pie de la horca, de Julius Fučík (Navona) Traducción de Libuse Prokopová | por Juan Jiménez García

Julius Fučík | Reportaje al pie de la horca

La noche del 24 de abril de 1942, Julius Fučík es detenido por la Gestapo en una redada improvisada. Es decir: ni tan siquiera le buscaban ni tenían intención de encontrar nada. Fučík es periodista. Escribe para Rudé Právo, órgano oficial del Partido Comunista checo, del que forma parte, como uno de sus personajes importantes. Desde el mismo momento de su detención, sabe que su condena a muerte es segura, aunque ni tan siquiera desvele quién es (se sabrá por una traición, pero eso no tendrá, con respecto a él, especial importancia). Sobrevivir a los primeros interrogatorios ya ha sido sorprendente. A partir de ese momento le esperará algo más de un año en la cárcel de Pankrác para, finalmente, encontrar la horca en Berlín.

Más tarde se sabrá que si duró tanto su condena fue porque colaboró con los nazis. Les iba facilitando información falsa, construyendo toda una historia para mantener su vida. Su mujer y el gobierno comunista tras la guerra quitaron el fragmento en el que hacía alusión a ello, y solo se encontró más tarde. Convertido en un héroe nacional, icono tras el telón de acero, se llegó a dudar de todo, hasta de su veracidad. Pero no, Julius Fučík existió. Los alemanes existieron. La guerra existió. Los muertos existieron.

Con la complicidad de un carcelero y un policía checo (cuando la cosa se fue poniendo mal, la Gestapo tuvo que recurrir a la policía local para vigilar sus prisiones), el periodista pudo ir escribiendo este reportaje sabiendo que morir era cuestión de tiempo (solo una providencial invasión soviética, dada por segura, podría salvarle) y poder escribir también. Sus cómplices fueron sacando aquel testimonio como podían y ocultando los papeles en frascos de compota (hasta en lo más terrible está la poesía).

Fučík deja testimonio de su captura, de las torturas a las que fue sometido, de los interrogatorios que le dejan al borde la muerte y, luego, de más interrogatorios, de los traslados continuos para ello. De la comida infame que se convierte en manjar, de su confianza en el comunismo, en los hombres, en la liberación, tal vez en sobrevivir. Pero su relato continuamente irá desbordando los márgenes de su pequeña celda y su pequeño mundo. Recordará los tiempos del pasado, siempre alrededor de la guerra; recordará a su mujer (también detenida, deportada a un campo de concentración en Polonia, sobrevivirá) cantando como a ella le gustaba; recordará la organización del Partido.

Pensará en la traición, en quién pudo entregar a toda la gente que encontró detenida por los alemanes, posteriormente. A aquellos (a los detenidos, no al traidor) dedicará su espacio. Gente común que se enfrentó a la muerte por unos ideales, ya ni tan siquiera un país. Y, también, a los malos. A los alemanes, a los colaboracionistas. El Reportaje al pie de la horca será una historia de personas. Como si todo aquello solo pudiera ser fijado a través de ellas y no de los hechos. Y porque los hechos, por sí solos, no son nada, si somos incapaces de ver que tras ellos siempre hay alguien, algunos, muchos.

En la noche del 7 al 8 de septiembre de 1943 el cuerpo de Fučík será uno de los 186 ahorcados. Y precisamente esa fue su lucha principal seguramente en el libro: que no hubieran números, sino nombres. Porque esa es la única manera de conservar la verdadera dimensión de la tragedia. Devolverles a las personas su vida, su sufrimiento y su individualidad.


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