La única historia, de Julian Barnes (Anagrama) Traducido por Jaime Zulaika por Dara Scully

Julian Barnes | La única historia

¿Qué queda del amor cuando el objeto amado muere? Qué queda cuando la memoria se degenera, cuando el tiempo, inevitable, traza sus misteriosos cambios. Qué queda, digo, cuando a quien amas se transforma, se destruye, extingue la risa que te llevó hasta ella. ¿Es posible el amor entonces? ¿Podemos amar a quien ya no es ni nos recuerda? ¿Podemos salvarnos de este fuego, de esta rabia, de cada año apilado, hileras de años que hieren, de memoria perdida, de alcohol derramado sobre la mesa?

Es Paul quien se lo pregunta. Paul, que tuvo diecinueve años, que fue un muchacho, un niño, un temblor al contemplar a la que ama. La mujer que podría ser su madre. La mujer de la raqueta de tenis, la risa suave, la irreverencia. Treinta años antes, cuarenta, Paul poseía unicamente su juventud. Fue su juventud quien le tendió la mano a Susan, la juventud que niega el riesgo, que se rebela contra los que vinieron antes, los padres, los otros, la sociedad misma que lo señalará sin fuerza. Pero Paul posee su amor. Susan le entrega su cuerpo y su risa. Susan, la señora Macleod, esposa y madre, misterio que se desliza entre los surcos de quien asientan sus vidas en lo cotidiano. En lo reconocible, que Paul desprecia con una violencia propia de sus diecinueve años. Se exhibe, grita con una voz nueva, recién adquirida: amo y poseo la verdad. Y lo cree realmente, a los diecinueve años, a los veinte: que se puede amar y salvarse, que el amor está por encima de todas las cosas, de todos los miedos, de cada vértigo que amenace con derribarnos. Que si llega el golpe él sabrá cómo esquivarlo y cómo protegerla. Que el amor que ella le tiene será suficiente. Que la vida se les abre a pesar de todo, de las espinas domésticas y las sociales, de tenerlo todo en contra. Porque cómo no creerlo, a los diecinueve años. Cómo imaginar entonces la miseria, el dolor, la destrucción que acecha y que no vendrá de los otros sino de ella. De ellos y la tristeza. De algo que aún hoy, treinta años después, cuarenta, Paul sigue preguntándose.

Porque eso hace Paul, desde su madurez. Quién fue Susan, se pregunta. Dónde quedó aquella mujer y su sonrisa. Dónde, cuando pasaron los años y ella se transformó ante sus ojos. Paul le debe la reconstrucción. Le debe a su memoria recordarla como aquella primera vez, todas las primeras veces, antes de que su mente la traicionara. Antes del alcohol y cada pequeña mentira. Antes de no saber por qué, si él estaba allí para salvarla, el amor no era bastante. ¿No fue bastante, Susan? ¿Puedes escucharme siquiera? ¿Me recuerdas?

‘La única historia’ es, ante todo una pregunta. Una pregunta tristísima, brutal y sin embargo honesta: ¿Qué haríamos nosotros? Cuando el amor se vuelve herida, cuando nada parece salvarnos, ¿nos quedaríamos? ¿Nos entregaríamos también a la destrucción? Susan dijo: somos una generación caduca. Como una visión profética, adelantaba su extinción. Le dijo a Paul, tal vez sabiéndolo entonces, que el amor no era suficiente. Que no salvaría el salto entre sus edades, la ruptura familiar, una vida en otra parte. No sanaría una herida hecha tal vez en la infancia y que el tiempo había alimentado en su cuerpo. Tampoco la sanaría el alcohol, pero quizás Susan no quería sanarla. Y nosotros, a cierta distancia, contemplamos su historia, la única historia que es realmente la de tantos, la de un amor que comienza con una pureza total, envuelto en su ceguera, para brotar después como una hiedra venenosa, pudrirse lentamente, enfermar al enfermo y al que cuida. Y contemplamos cómo al final se huye para que al menos una parte se salve, pero el peso nos sigue y debilita, lo arrastramos siempre como un animal muerto. Un olor que va perdiendo fuerza, el de la destrucción, la aniquilación de tantas relaciones donde el amor no fue bastante. Pese a la paciencia y la ternura, pese a sus diecinueve años. Paul amó y perdió a Susan, y con ella perdió también a aquel muchacho al que ahora trata de reconstruir a base de palabras. Porque pronuncia su nombre, Susan, pero al final, en ‘La única historia’, es Paul quien se desnuda y deconstruye. Quien da respuesta a todas las preguntas. Y es quizás el único reproche que yo le haría a la novela: que no nos dé la voz de Susan, su mirada, sus respuestas. Que no nos permita conocerla a ella a través de ella. Porque Paul, ya maduro, sereno, nos entrega su lado del amor. Pero yo, tras leer la última palabra, me pregunto: ¿y qué habría hecho ella?


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