El teatro de la luz, de Juan Vico (Gadir) | por Óscar Brox

Libros

En sus diferentes etapas, el cine siempre ha hecho cautiva a nuestra mirada, atrapada y fijada como en una resina de ámbar. Embelesados, nos hemos dejado llevar por el temblor de unas imágenes que, tarde o temprano, pasaban del terror inicial -el pánico a esas sombras agazapadas en la oscuridad, copias desvaídas de nuestra realidad- a la devoción, de lo sagrado a lo mundano. El teatro de la luz, la segunda novela de Juan Vico, arranca con ese temblor, el mismo que sintieron los espectadores de los Lumière con la llegada del tren a la ciudad, enganchado en la pupila de Mauricio, su protagonista. Una experiencia, la primera sesión de cine, marcada por el instante del miedo, del éxtasis y del deseo de retomar ese horror primigenio en algún momento.

Ambientada en una Barcelona separada, mental y espacialmente, entre la burguesía y los bajos fondos, El teatro de la luz narra el desmoronamiento de esa realidad, que el cine y su protagonista retratarán hasta sus últimas consecuencias. Contagiado por su personaje, Vico hace del relato una sucesión de impresiones, detalles y gestos que apuntan esa realidad que se deshilvana a medida que transcurre la historia. Una historia que corta a negro con la infancia de Mauricio, salpicada por su primer contacto con el cine, para recuperar el hilo una vez adulto, cuando se introduce en la industria de la mano de Emilio Ciret. Ciret, que podría ser como Jean Vigo, un cineasta con una mirada que ve más allá de las vistas de la ciudad y de los temas de actualidad; que gira su cámara hacia todo lo que palpita a su alrededor. Eso es lo que seduce a Mauricio, que reconoce en su nuevo amigo el deseo de poder mirar él también a través de la cámara; el deseo de encontrar la realidad que fluye tras la lente del aparato.

Realidad, uno de los estigmas del cine, demasiado esclavo de sus formas como para saber representarla. El teatro de la luz se desarrolla, precisamente, cuando el cinematógrafo se hallaba en una encrucijada, emancipado de la barraca de feria y, al mismo tiempo, secuestrado por el naturalismo del que no sabía cómo deshacerse. Lo que en la novela se traduce en la huida hacia delante que emprende Mauricio mientras el paisaje -la industria, la burguesía, las películas- permanece inalterable. Sin la ambición que dejan caer las palabras de Vico, obsesionadas por capturar cada matiz que la realidad deja escapar, conscientes de que todos ellos se perderán tarde o temprano. Porque la intriga criminal que se larva en la novela no tiene a la misteriosa muerte de Emilio Ciret como centro de gravedad, sino la pérdida irremediable de esa mirada, la que anhelaba poseer Mauricio a través del cine. La que la industria quiere fijar en la resina tal y como hizo con aquel terror infantil que vivió su protagonista cuando se sentó por primera vez ante una pantalla.

Tras la muerte de Ciret, Mauricio se adentra él solo en el cine, una industria de pícaros que financia las primeras estampas eróticas. Una industria, por tanto, una condena a la sobreexplotación sistemática de los mismos clichés y arquetipos, a la serialización de esa primera mirada, de esa emoción inicial. La repetición, poco a poco, desvela el cansancio de la realidad, que Mauricio no consigue atrapar a pesar de anhelarla a cada paso. Es aquí donde la prosa de Vico revela su efecto más letal, el que pone al descubierto que todo ese increíble detallismo ha acabado presa del pánico a perder todo aquello que ve, como si se tratase de la mirada de un ciego. Qué terrible puede llegar a ser sentir que es tu propia mirada la que se está pudriendo, ante una realidad que no ha sabido sacarle partido a su invento, que se ha dejado encantar por las formas que bailaban sobre la pantalla. La burguesía la ha domesticado y convertido en algo exótico, ha laminado su identidad propia.

Cansado de Barcelona, Mauricio culmina su huida hacia delante en París, el lugar del que Emilio había traído esa mirada diferente. Ya es demasiado tarde para recuperarla, solo queda evitar que la agonía se alargue. Ahora las palabras solo palpan su propia impotencia, incapaces de generar el éxtasis ante lo diferente que despertaban al comenzar el relato. Con el dinero de su última película, Mauricio funde el nitrato de plata entre los muslos de una prostituta de los arrabales. Termina el cine, muere la realidad. En algún punto de esta historia, Mauricio ha empezado a notar cómo un poco de su vida se la llevaba el cine y otro poco quedaba atrapado en el negativo. Así hasta pasar al lado de los espectros que danzan sobre la pantalla. El teatro de la luz, de Juan Vico, es el relato de ese paso. Ese que ha olvidado cómo mirar aquello que le rodea, cómo perseguir aquella sensación infantil que precipitó el primer encuentro con el cinematógrafo. Una vida de espectros.


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