Un abismo sin música ni luz, de Juan Ignacio Colil Abricot (JPM ediciones) | por Óscar Brox

Juan Ignacio Colil Abricot | Un abismo sin música ni luz

La literatura negra latinoamericana siempre parte con una ligera ventaja. A diferencia del relato criminal europeo, perdido en un maremágnum de malas novelas y booms literarios desnortados, el noir del Sur de América sabe cómo hacer de las numerosas heridas abiertas de su Historia reciente el combustible para sus ficciones. Quizá sea una cuestión de ardor político, de trasladar la quemazón por las injusticias que nunca fueron reparadas o de conciliar a través del género los fantasmas de un pasado demasiado cercano. En Un abismo sin música ni luz, de Juan Ignacio Colil Abricot, la dictadura de Pinochet está presente en cada una de sus páginas; tanto da si la acción de la novela salta del Chile de los años 80 al presente. Se trata, en definitiva, de una presencia ominosa capaz de contagiar cada estrato de la realidad, cada rincón del paisaje y a cada uno de los personajes que aparecen en la historia.

Colil construye su novela en tres tiempos. Está ese Chile norteño de los 80 en el que el asesinato de Gloria Stokle queda sepultado bajo una cortina de mentiras. Está ese otro Chile, recién salido de las garras del dictador, en el que una pesquisa en torno al caso Stokle termina, no podía ser de otra manera, con otra desaparición. Y, por último, aparece la nación que conocemos en la actualidad, a la que el recuerdo de aquellos crímenes remueve el estómago… aunque no lo suficiente como para arrojar un poco de luz sobre sus perpetradores. De ahí que, pese a su estructura consecuentemente de género, el escritor chileno juegue más con los resortes psicológicos y las dificultades morales que conlleva tirar de la manta y descubrir la podredumbre de aquellos estamentos -en este caso, el ejército- cuya violencia ha permanecido en el más interesado de los silencios.

En la novela, policías, periodistas o civiles apenas se diferencian cuando se les pone en el mismo plano frente a ese poder omnímodo, invisible, que representa el ejército. Ese ejército que vivió cómodamente la transición de la dictadura a la democracia (¿nos suena todo esto?) sin cambiar más que aparentemente. Brutal. Viscoso. Impune. Así, Colil se las apaña para describir a través de escenas de una violencia cortante el panorama desolador de un país que necesita recordar, reclamar y denunciar. Desterrar, en breve, esa expresión terrorífica de un pasado reciente: cuando el poder era capaz de hacer desaparecer a cualquier disidente. Cuando cualquier civil podía ser víctima. Desaparecido. Muerto.

A Un abismo sin música ni luz se le puede reprochar que, en ocasiones, la superposición de tiempos no funciona del todo bien dentro de la narración. Y, sin embargo, uno tiene la sensación de que ese fárrago de voces y situaciones, de peligro inminente y cadáveres que dejan en suspenso la resolución de la historia, supone una ilustración perfecta de una cultura atrapada en su incapacidad para levantar la voz sobre la violencia. Una reflexión que, mirando a lo que fue el pasado siglo, se puede decir que nos pertenece a todos. Que, en definitiva, habla de nuestra dificultad para conciliar las fracturas del pasado con esa insistencia en mirar una y otra vez hacia el futuro. Por eso, en un detalle tan sugerente como inquietante, la novela de Colil no parece atisbar un futuro. Como mucho, el cansancio o el miedo a profundizar demasiado en la investigación. La impresión de que se camina en círculos ante un problema que nunca se puede resolver porque la mayoría de sus actores protagonistas han acordado que es mejor dejarlo como está. Desaparecido. Enterrado. Muerto.

De los numerosos crímenes que se cometen a lo largo de la novela, el más grave de todos es contra la memoria. Contra nuestra capacidad de sacar a la superficie, tanto tiempo después, el pasado turbulento que ha sido parte de la Historia de un país. De ahí el gesto cansado de los personajes, la investigación interrumpida, las terribles imágenes de violencia y poder absoluto protagonizadas por los milicos. La sensación de acoso, de derrumbe y derrota. De vergüenza, también, que reclaman un espíritu de rebelión. De ahí, asimismo, la impresión de que nunca se puede ganar y, finalmente, solo queda el gesto preocupado porque el crimen queda sin responder y, encima, conocemos a sus responsables. No puede haber un clímax más terrible que ese en el que el Mal observa, desde su posición de privilegio, los sucesivos fracasos de una investigación condenada desde el comienzo.

A veces, uno se pregunta qué vemos en las series y thrillers nórdicos cuando en nuestro país se suceden innumerables trabas para desalojar (y deshonrar) los huesos de un dictador. Cuando da auténtico asco esa tibieza ante una época negra y unos personajes que negaban las libertades individuales. Quizá sea la falta de ardor político o la quemazón por unas palabras de rabia y cultura que no llegan; que no terminan de salir. Leyendo Un abismo sin música ni luz me vino a la cabeza esta eterna contradicción que marca a España con calculada indiferencia. La de otra historia de vergüenza en la que el crimen queda sin resolver y, efectivamente, conocemos perfectamente a sus responsables.


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