Dame tu corazón,, de Joyce Carol Oates (Gatopardo) Traducción de Patricia Antón | por Dara Scully

Joyce Carol Oates | Dame tu corazón

Una carta que trae de vuelta un nombre olvidado. Un ángel vengador. Dame tu corazón, le dice, y el hombre palidece. Es el terror, que se pone de manifiesto en la palabra, en la memoria de un abandono.

Miramos de nuevo en el espejo: esta vez, una adolescente nos observa, una niña. Intuimos un peligro sobrevolando. Una tormenta que eriza las aguas tranquilas del lago. Los jóvenes que la acompañan son amenazadores. Pero ella esconde un secreto. Pronto, sus ojos se empequeñecerán, sus grandes bocas dejarán de reír. Es el miedo que los atenaza, un miedo de formas concretas, nítido. Una media sonrisa.

También nosotros temblamos. Hay una brutalidad expuesta al otro lado de este espejo de palabras. En este libro que sostenemos entre las manos. Una violencia que nos seduce. No podemos dejar de mirar: ahí está de nuevo la niña, otra niña, una conejita rosa. Un asesinato transformado. ¿Quién puede matar a una niña?, nos preguntamos. Quién puede enviar al torrente a una criatura honesta. Y nos revolvemos, olemos la sangre que se extiende, sangre sobre un cuerpecito blando, sobre una garganta abierta, un mordisco de muchacho. La pobreza moral, expuesta como una bofetada. Un golpe que nos hace perder el equilibrio. Porque nos reconocemos: el espejo, burlón, nos devuelve una imagen familiar. Nuestros propios vicios. El deseo de la sangre en nuestra boca. Un pellizco tierno.

Dame tu corazón’ es un estudio del terror. Un terror latente, palpable, conocido. El del hombre consumido por los celos. El del padre que se pone una escopeta en la boca. El de la enfermedad de la mente. ¿Qué pasaría si al mirarnos al espejo no nos reconociéramos? ¿Si renegáramos de aquellos que nos criaron? La violencia, explícita o no, nos acompaña. Y por eso nos perturban las palabras, cada relato de este libro, porque conocemos todas las respuestas. Hemos visto antes estas imágenes dolorosas. No podemos escondernos bajo la sábana: esta vez, el monstruo no habita en el armario. Habita en nuestros cuerpos; enterrado, olemos su podredumbre. Y queremos apartarnos, ya no más, pedimos, le imploramos a una Oates certera, pero ella nos abre los ojos, nos abre la boca, nos hace tragar a la fuerza la miseria. La ruina de estos hombres que podríamos ser nosotros. Un niño animal en una comisaría. Una muchacha que desea matar a su madre. Un hombre que no reconoce a su hijo.

Ahora miramos el espejo con detalle. No todos los relatos vuelan a la misma altura. Hay, tal vez, algunos prescindibles. Pero otros, como El torrente, nos aniquilan. En ellos se intuye un peligro. Un temor real, visto otras veces, contrastado. Pero en el último instante la palabra nos hace tropezar, caemos. El espejo ha cambiado de cara. Donde creíamos que habitaba la bondad vemos ahora un reflejo maligno. Tal vez por eso nos impresionan tanto: no podemos confiarnos. De los monstruos uno sabe qué esperarse. Del asesino confeso, del hombre perturbado. Pero cómo dudar del padre, del muchacho brillante que va a una universidad de la Ivy League. Cómo no creerte a la madre abnegada, a la muchacha hermosa que denuncia un crimen. Al ángel, una mujer cualquiera. Por eso leemos con temblor. Miramos por encima del hombro, nos incomodamos. Queremos abandonar el libro, arrojarlo a un arroyo: borrar la huella del desastre. Pero sabemos que no podemos hacerlo. Leer es indispensable. Llegar hasta lo profundo para no repetir sus pasos, para no reconocernos en ellos. Aunque nos dé miedo. Aunque este no sea un libro de terror y estemos aparentemente a salvo.

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