Mis recuerdos como botones de Maxim’s, de José Roman (La fuga) Traducción de Rubén Martín Giráldez | por Óscar Brox

José Roman | Mis recuerdos como botones de Maxim’s

En el París de la Belle Époque, el Maxim’s era el Parnaso, la Hélade, un microcosmos dentro de otro microcosmos (los años de hedonismo y felicidad previos al estallido de la Primera Guerra). En su interior, las dinastías europeas agotaban el crédito de sus títulos nobiliarios, el champán fluía como el agua en las fuentes públicas y la vida, ay, la vida se exprimía hasta el último aliento. Es cierto que aquel tiempo no pasó desapercibido para el mundo de la literatura, desde Hemingway a Gertrude Stein. Sin embargo, faltaba esa visión desde dentro; la mirada y las palabras de quienes fueron cómplices, descorcharon botellas y, en suma, facilitaron los medios para que aquella vida desprejuiciada y febril tuviese un lugar en el que echar raíces. Mis recuerdos como botones de Maxim’s, que publica La fuga, son las memorias de José Roman en aquel París efervescente, pero también la crónica de una actitud vital, el retrato de un paisanaje y el recuerdo nostálgico de un momento de la historia, breve y por lo tanto intenso, engullido con el cambio dramático en el primer tercio del siglo pasado.

Cuando Raymond Queneau trabó contacto con Roman, un cruce de cables unió la mastodóntica memoria recogida durante años de servicio del segundo con la incipiente vena literaria del primero. No en vano, aquellos fueron los años en los que Queneau publicó Odile, empezó a escribir lo que más adelante se convertiría en Los hijos del viejo limón y retrató en Los últimos días (libro, por cierto, que perfectamente puede compartir el tono con la obra de Roman) su paisaje de juventud. A resultas de aquel encuentro, el primero hizo de escriba/biógrafo para el segundo. Y aunque el nombre de Roman quedó escrito en la casilla del autor, aquel botones del Maxim’s desapareció. Tal vez, pensemos, no le quedaba nada más por contar. Había conseguido narrar la historia de un momento irrepetible, al que pertenecía y en el que había madurado. Por tanto, el silencio no podía ser otra cosa que una decisión legítima.

Al poco de comenzar su relato, Roman recuerda que en sus primeros días como botones se valió de una pequeña libreta para apuntar nombres, teléfonos y detalles. No en vano, lo que destacaba al Maxim’s por encima de cualquier otro establecimiento era la habilidad de su personal para recordar cada rostro, cada título, cada vicio, y responder a sus exigencias prácticamente al momento. Sin pestañear. En cierto modo, Mis recuerdos como botones de Maxim’s es una libreta de direcciones gigante, índice de pícaros, pendencieros, gente de alta alcurnia y baja cama; de ese demi-monde, como lo llama su autor, que encontró un nido entre las mesas del restaurante. En definitiva, el retrato robot del París alegre y despreocupado, de la ciudad que quemaba sus naves a toda pastilla mientras bebía champán en un sombrero de copa. Como recuerda Roman, allí todos eran príncipes, condes, duques o marqueses, si bien el título no les acompañaba en lo que al estado de sus finanzas se refería. Los había pillos y los había desgraciados. A algunos no se les volvía a ver el pelo tras un enganchón con la cuenta o el pagaré, y otros no paraban hasta hacerse un agujero en el bolsillo.

Narrado cronológicamente, el relato de Roman se adapta a la influencia (y a la inflación) de cada época. También su mirada, que oscila entre la ingenua picaresca del recién llegado hacia esa melancolía con la que despide a un Maxim’s diferente, después de cambiar de dueños y abrir sus puertas en tiempos de entreguerras. Por sus páginas desfilan La bella Otero, en pugna directa con otra cortesana por ver quién ganaba a quién, Douglas Fairbanks, Charlot, la viuda alegre, el hombre del clavel rojo, el timador Stavisky, aristócratas argentinos, americanos con ganas de bulla e ingleses que se toman con deportividad haber sido desplumados. Como si hiciese un agujero en la pared de los salones (y, de hecho, lo hicieron para ver los espectáculos privados de los ricachones), Roman retrata a las cortesanas pegadas a sus chulos, a los vejestorios pegados a las primeras y a los bebedores que entraban para el aperitivo y salían a la hora del desayuno. Eran años desinhibidos, donde se podía cenar desnudo, ser licencioso y dejar que la libido estallase a la velocidad con la que saltaban los tapones de las botellas. Si bien todo fue amargueando a medida que la gente moría o desaparecía y el país se hundía en sus fracturas económicas, sociales y bélicas. En definitiva, a medida que el mundo se hacía mayor y se enfrentaba a un horizonte de responsabilidades que el alcohol, la drogadicción o cualquier otro vicio no podían distraer, sino acelerar.

Roman fue un poco de todo; confidente, confesor, asistente y pícaro. Ahí queda la anécdota cuando se hizo pasar por periodista al toparse con Alejandro Lerroux o cuando se abstuvo de reunirse con la asistenta de una de sus clientas, después de muchos coqueteos telefónicos, al descubrir a una mujer que no esperaba. Eso por no hablar de la satisfacción de peticiones tan absurdas como conseguir a un león para otra clienta o bregar con los indeseables a los que Maxim’s ponía de patitas en la calle. Día tras día, capricho tras capricho. Fruto de ese compromiso, los tentáculos de sus memorias abarcan prácticamente a todo aquel que estuviese en París durante los primeros treinta años del siglo pasado. Entre excesos, instantes de ternura y la loca sensación de libertad que poco a poco se apagó en el tiempo. Y es que, una vez terminado el libro, no resulta descabellado pensar en Roman como en otro personaje más de la literatura de Queneau. En una versión alternativa de su Zazie que, tras finalizar el relato de su vida, le susurra a su biógrafo lo mucho que ha envejecido. También él, de alguna manera, desapareció con el tiempo de Maxim’s, de la Belle Époque. El tiempo de vivir.

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