Venecia, de Jiro Taniguchi (Ponent Mon) Traducción de Carolina Smith de la Fuente | por Óscar Brox

Jiro Taniguchi | Venecia

Hay en la obra de Jiro Taniguchi un dulce sentido de la melancolía, cada vez que la memoria del pasado envuelve a sus protagonistas; cuando, repentinamente, encuentran la necesidad de escarbar en sus vínculos familiares en busca de aquellos lazos perdidos, frutos de otros tiempos, que de alguna manera también han forjado el carácter de estos. Tal vez por ello, El almanaque de mi padre sea una de sus obras mayores, por lo que tiene no solo de reconstrucción de la memoria familiar, sino también de un fragmento de la Historia de Japón. Venecia, que publica Ponent Mon, es un cuaderno de viajes, prácticamente una sucesión de postales, dibujos y acuarelas, en los que Taniguchi recurre al pasado para localizar las huellas familiares en esa ciudad italiana que visita por primera vez. Esa en la que el abuelo pintor se labró parte de su reputación, en la que nació su madre y quedó sembrada una pequeña raíz familiar. Tan minúscula y sensible como son, por otro lado, sus historias.

En Venecia, pues, las líneas de diálogo apenas abarcan una mínima orientación entre paisajes, casi a modo de intuiciones que su autor desliza a medida que se empapa de la idiosincrasia cultural de ese otro país. Y, sin embargo, uno tiene la sensación de que Taniguchi nos acerca Venecia con la calidez sensorial de aquello que, en primera instancia, grabamos a través de nuestros sentidos. De ahí ese dibujo a doble página de las olas espejeantes del canal veneciano, quién sabe si navegado a lomos de una góndola o de un vaporetto. Un mar de una textura especial, como aquel otro de plástico que Fellini imaginó en su Casanova, en el que Taniguchi refleja sus apreciaciones personales. La sensibilidad con la que ha atrapado esa pizca de un paisaje que desearía ver con los ojos de su familia. De hecho, resulta significativo cómo los primeros compases del cuaderno nos colocan ante ese inmenso azul, de trazo sereno y tonos cálidos, que encierra a la ciudad. En el que, si se aguza el oído, se puede escuchar el canto de las gaviotas y el sonido del campanario desde cuya ventana enrejada se accede a una vista panorámica de Venecia. Con qué sencillez, de forma económica, Taniguchi nos sitúa ante ese sentimiento de extrañeza, pura mirada extranjera, cada vez que tratamos de asentarnos, de no dejarnos gobernar, en un territorio desconocido.

Taniguchi combina los dibujos con los bocetos, las imágenes que retrotraen al recuerdo materno con la presencia física de esa ciudad que recorre a través de sus lonjas de pescado, de sus plazas e iglesias. Quizá para comprender cómo un extranjero podía echar raíces en ese lugar; quizá para identificar en cada espacio un pedacito de su madre. Un gesto, una mirada, un sonido, unas palabras… lo que sea con tal de plasmar ese arraigo que le lleva a poner rumbo a Venecia. Y es que el propio autor reflexiona sobre la permanencia de los recuerdos cuando intenta localizar algún testimonio que le ayude a recordar a su abuelo, tanto tiempo después; a recordar que en algún momento de su vida eligió Venecia como taller artístico. Por eso resulta tan difícil separar el dibujo de Taniguchi del ejercicio de su memoria, pues a pesar del rigor con el que representa cada palmo de la arquitectura veneciana, cuesta no reconocer en sus dibujos, en el preciso uso del color y la combinación de viñetas y páginas dobles, esa sensación de querer trasladar la inmensa calidez de la memoria familiar al papel. Sin palabras, con el deseo de que cada plano, cada boceto, cada viñeta las contenga, como si se tratase de una explicación superflua que cualquiera puede captar tan solo viendo el momento elegido. Ese instante único. No en vano, de eso trata Venecia. En ello reside el arte de Taniguchi: en su capacidad para retratar instantes únicos, moldeados al calor de la memoria. Hermosos, efímeros, tan frágiles que tal vez dejen de existir, dejemos de mirarlos con los mismos ojos, al pasar a la siguiente página.

Tal vez el arte de narrar en imágenes se crease para encapsular aquellos fragmentos de una memoria, individual o familiar, a salvo del fuego del tiempo. De manera que cada vez que uno volviese a mirar cada dibujo encontrase, como por arte de magia, ese momento perdido. Olvidado. Quizá extraviado. El paseo de Taniguchi por la geografía veneciana, a salvo del siroco que atormentaba a los personajes de Thomas Mann, es la delicada reconstrucción de lo que pudo ser aquella otra vida materna secreta. Lo que fue, y ya no es. Y nunca esa búsqueda de los antepasados familiares contó con una ilustración tan bella. Con ese dibujo que, tras su muerte, nos recuerda que Taniguchi fue, en muchos aspectos, un artista de la memoria; también de la soledad. Cada vez que los vínculos familiares despiertan un dulce sentimiento de melancolía en el corazón. Cada vez, en fin, que el lápiz, el color y la viñeta se convierten en el billete para viajar al pasado en busca de sentido.

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