La canción de los vivos y los muertos, de Jesmyn Ward (Sexto Piso)  Traducción de Francisco González López | por Dara Scully

Jesmyn Ward | La canción de los vivos y los muertos

Un cuerpecito caliente. Dorado y tierno: un animal pequeño. La respiración muda del que sueña. En lospárpados, el gesto de la inocencia. Y al lado Jojo, también un niño y sin embargo, cierto peso sobre los hombros, sobre el corazón joven que busca sosiego. Jojo mira a la criatura que duerme. Mira a Pa, el hombre fuerte, ese espejo en el que le gustaría reflejarse. Mira a Ma, devorada por la enfermedad en su cama estrecha; la frente arde, el hueso duele, la boca no pronuncia palabras. Jojo dice amor y el amor le hiere. Le hiere la mirada de su madre, Leonie, otra niña. ¿Por qué no le quiere, Leonie? ¿La quiere él a ella? ¿Puede amar a la que nunca está, a la que nunca estuvo, a la que ignora el cuerpecito caliente y su propio corazón joven? Jojo no puede perdonarla. Es un animal salvaje junto a su criatura. Kayla, la hermana pequeña, la hija dorada en sus brazos. Sus brazos de niño. Su fuerza de niño. Su corazón valiente de muchacho.

Leonie era una niña cuando nació Jojo. Era una niña cuando conoció a Michael: el hombre blanco, el muchacho blanco acariciando su carne, su cabello crespo, su frente. Un blanco con una negra, escupiría el padre. Y Ma y Pa que cabecean, dudan; aún hoy, piensan, el latigazo del racismo acecha. Acecha en la memoria de Pa, que recuerda Parchman, la misma prisión en la que, años después, espera Michael. Pero un blanco no es lo mismo que un negro. Ahora no es igual que entonces. Pa rememora y Jojo escucha, y entre los dos se tiende el puente de una historia, una voz brutal y dolorosa, la de otro niño, en otra época, que fue reducido a la nada. Un niño que tira de Jojo a través de las palabras, enreda su corazón caliente, sus miembros elásticos, su carne negra. Un niño, Richie, del que lo sabe todo y no sabe nada, pues no conoce el final, que Pa nunca llega a contarle. Y con Richie en el corazón y Kayla en el cuerpo, acepta que Leonie los lleve hasta la prisión de Michael. Acepta el viaje, el olor en un coche cerrado, la proximidad. Acepta porque Pa lo abraza en el último momento, su abuelo, el hombre que lo ha sacado adelante y conoce el temblor de su espíritu. Eres fuerte, le dice. Y Jojo toma Kayla de la mano, la cuidará todo el viaje, velará la fiebre y el sueño de su hermana querida. Como la bestia que protege a su criatura. El pájaro cubriendo con sus alas el nido.

La canción de los vivos y los muertos es una novela hermosa y cruel. Un canto que sobrevuela el sur, un sur doble que es pasado y presente, donde el racismo aún aguijonea y daña. En el centro del canto habita Jojo, un muchacho incorruptible, un hombre niño que creció antes de lo que le correspondía, obviado siempre por la madre y por el padre ausente. Un niño que se desarrolla bajo el afecto de sus abuelos, que le transmiten una sabiduría antigua pero también un dolor ancestral, el de su propia estirpe, el de su etnia. Jojo se alimenta de la historia de Parcham, la historia de Pa, que a los quince años fue injustamente encarcelado, y a través de ella de la voz de Richie, ese niño que podría ser él, que podría haber sido él cincuenta años antes. Porque entonces los blancos eran brutales, pero también lo son ahora, lo es el otro abuelo, el abuelo blanco que señala a Leoni y la expulsa de su casa. Porque qué hace su hijo con una negra. Sus nietos, los hijos de una negra. Jojo y Kayla, una deshonra. Y nosotros escuchamos el canto, nos encogemos con él, ese canto de que va de lo universal a lo concreto, del racismo social a la enfermedad que brota en el interior de una familia. La enfermedad del desapego, del desconcierto, del no saber quién es el otro. Quién es Leonie, se pregunta Jojo. Quién es Jojo, dice Leonie. Obligados a convivir en un viaje largo, denso; un viaje de calor y fiebre, los espíritus se acercan para alejarse, se muerden para después lamer bruscamente las heridas, se dañan conscientes y sin saberlo. Y mientras, el pájaro negro sobrevolando, en vilo como un ánima que tiembla, del sur a Parchman y de vuelta al sur y a la muerte, un dolor hondo que nos acompañará durante mucho tiempo, hasta el final, cuando una niña dorada nos tienda su mano y nos diga: es hora de marcharse.


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