Caza al asesino, de Jean-Patrick Manchette (Anagrama) Traducción de Joaquín Jordá | por Óscar Brox

Jean-Patrick Manchette | Caza al asesino

Para el lector de novela negra, Jean-Patrick Manchette representa su punto omega. La visión extrema y desesperada (o desencajada) de unos arquetipos a los que el peso del tiempo dobla cada vez más sus espaldas. Así hasta convertirlos en rastros, en figuras borrosas cuya conciencia, cuyos sentimientos, queda plasmada a través de sus acciones. Sin el romanticismo de Jean-Claude Izzo, más político que Didier Daeninckx, el estilo de Manchette se puede calificar como preciso, grotesco, despiadado, áspero y brusco. Descripciones en apariencia contradictorias que, sin embargo, dan cuenta de la enorme cantidad de matices que hacen de su escritura algo más. Cuerpo a tierra -reeditada para la ocasión con el título de Caza al asesino– es una obra maestra, pero también la novela en la que mejor marcó la depuración formal de su estilo. Un relato desesperado en el que la bestia, un mercenario de nombre Martin Terrier, vive con el aliento de la muerte pegado al cogote mientras contempla cómo la realidad, su realidad, se desvanece a cada paso que da.

Metódico y expeditivo, Terrier es como el protagonista de El discurso del método, uno de los relatos breves de Manchette, alguien a quien resulta más sencillo reconocer en el calibre de sus armas y en el ritual previo a la ejecución del disparo antes que en una vida interior elidida en la narración. Como esos personajes sin nombre, que su autor define a través del tejido o del color del traje que gastan, Terrier es parte del paisaje. Un color cada vez más degradado. Alguien sin vía de escape ni asideros a los que agarrarse, cuya pretensión de recuperar la vida que dejó atrás es, prácticamente, una mala parodia del folletín decimonónico. El imposible atajo hacia un lugar al que nunca perteneció. La escritura de Manchette se abate sobre su protagonista como un cepo con un animal de caza. Debilitado y acechado continuamente, a Terrier solo le queda hundirse más y más en esa oscuridad, en la violencia y la locura, hasta alcanzar ese punto en el que no sienta nada. No en vano, ese era su objetivo durante la adolescencia: huir de un padre lisiado y de sus ataques de demencia. Huir hacia ninguna parte, hacia el vago sueño escapista que había trazado al enamorarse de la hija de una familia acomodada en la burguesía.

Caza al asesino penetra en la psicología de su protagonista a través del flanco más débil: esa hombría derrotada que Manchette describe en la impotencia de Terrier. Demasiado alcohol, demasiada violencia; Martin ya no es capaz de recordar si le aguantó la erección, tanto da si con una eventual compañera de cama o con ese oscuro objeto del deseo que resulta ser Anne. De ahí que la punzada sobre su amor propio sea más dolorosa cuando el comportamiento de esta última dinamite cualquier expectativa de regresar al pasado. Herido y humillado, ya solo le quedará dejarse llevar por una violencia cada vez más turbia, más inevitable, que suplirá con un reguero de cadáveres todas esas palabras que Terrier ya no sabe cómo decir. La masculinidad herida de muerte, la lucha de clases reducida a la parodia, la novela negra al borde del colapso.

En un extraordinario ejercicio de estilo, Manchette suprime la voz de su personaje y fía el peso de la narración a la descripción pormenorizada de sus pasos. Disparos, ejecuciones, fiambres, heridas, olor a pólvora, tejidos… Quedan las impresiones en su registro más visceral, la voluntad de conducir al lector hacia la conducta de un personaje que, página a página, se desvanece en el relato. Se convierte, él mismo, en paisaje. En violencia desquiciada, en momentos de gran delicadeza literaria y escenas verdaderamente grotescas -esa oreja arrancada a la fuerza de la cabeza de uno de los hombres de Cox. Ahogado por el sentimiento fatal de que hemos llegado a un callejón sin salida y el héroe, la bestia, ya no puede hablar, follar o siquiera disparar; solo resistir torpemente cada embestida de la muerte. Como un animal que agoniza en su trampa pero, por algún motivo desconocido, se resiste a dejarse la vida entre las mandíbulas de metal del cepo.

A la novela de Jean-Patrick Manchette se le podrían aplicar aquellas palabras de Claude Monet en Giverny: “yo soy el paisaje”. Y es que Terrier, ese Terrier convertido en un manojo de sensaciones y reacciones, abandona cualquier atisbo de humanidad para fundirse con el paisaje degradado de asesinos, políticos y burgueses frívolos por el que se mueve el libro. Sin otra escapatoria posible, condenado a la misma demencia que acosó a su padre. Como una bestia del circo que debe vivir. Perseguido, humillado y definitivamente herido. Como esa literatura negra para la que el autor de Nada escribió su coda más brillante. Esa en la que un asesino despiadado queda reducido al molesto viento que viene de Liverpool, a la sonrisa fugitiva del gato de Cheshire, al silencio que nunca calla, a una soledad demasiado ruidosa. El final más devastador: ser nada.


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