Salvad Venecia, de Jean Lorrain (Periférica) | por Juan Jiménez García

Libros

Hubo más finales de siglo anteriores al que a todos nos tocó vivir, más nuevos movimientos que acababan con otros nuevos movimientos, más palabras que hacían viejas las anteriores, revoluciones aunque solo fuera de estilo, de gustos. Seguramente no ha habido nada más revolucionario que el cansancio. Pensemos el fin de siglo más hermoso de todos los finales de siglo: el fin de siècle francés, que acabó con el XIX y con algunas cosas más. A diferencia del nuestro, que fue más de lo mismo, algo se quebró en aquel lugar (esa vieja Francia que despertaba lentamente al ritmo de los poemas de Baudelaire o de Rimbaud). Así, alrededor de 1880 apareció un movimiento de nombre inolvidable, tomado paradójicamente de aquellos que lo atacaban: el decadentismo. Como decía Juan Eduardo Cirlot en ese maravilloso libro que es el Diccionario de los ismos, el término  «decadente» ha sido tan excesivamente usado que, a buen seguro, ya no puede ser explicado eficientemente. Aun así, tomando sus palabras, podríamos decir que es aquel movimiento poético «por el cual se disgregaron las esencias románticas hacia la nueva concepción lírica modernista», o bien (y esta nos interesa algo más para hablar de quien vamos a hablar), «es la etapa en que la amenaza de la disolución pone su acento en las obras y en las vidas, conduciéndolas al delicado morbo de lo exquisito». Así pues, Jean Lorrain.

Entre todo ese extraño grupo que formaron los decadentistas (en el que podía entrar un Villiers de l’Isle-Adam o un Huysmans, pero también un Rimbaud o un Verlaine), Jean Lorrain seguramente significó, más allá de su escritura, una especie de personaje puesto al servicio de la revolución. Célebre frecuentador de círculos literarios de la Belle Époque, de los lugares de la bohemia o de los sitios más peligrosos, practicó todos los géneros literarios, además de un gusto por batirse en duelo con sus contemporáneos (Maupassant o Proust), una exuberante homosexualidad dandi (que no le hacía pasar muy desapercibido) y un apego al éter, entre otras drogas, lo cual, sumado a la sífilis y sus problemas cardiacos, no le dio para vivir una larga vida. La posteridad, el paso de los años (que deparó distinta fortuna a nuestros decadentes), quiso que hoy lo recordemos fundamentalmente por dos novelas, Monsieur de Bougrelon (editada por Cabaret Voltaire) y Monsieur de Phocas (que en nuestro país se han empeñado todos en traducir como El maleficio), dos retratos, dos personajes, que lo ponían a la altura de obras fundamentales como A rebours, deHuysmans. Sin embargo, Periférica, con la edición de Salvad Venecia, nos permite acercarnos brevemente a su oficio periodístico, y, de paso, nos da algunas claves para entender su tiempo y a él mismo.

Salvad Venecia reúne dos textos y una “carta a la madre”. En el primero, que da título al libro, Lorrain traza un retrato alarmado de la situación de la ciudad, que, literalmente, se estaba cayendo a pedazos y amenazaba bíblicamente con ser devorada por las aguas. En 1902, el Campanille se había desplomado con cierta fortuna (digamos que no se cayó encima de nada más importante de lo que se podía haber caído), y Lorrain asistía horrorizado a ese futuro agrietado que parecía esperar a la ciudad de sus sueños. En el segundo artículo, que da nombre a la ciudad, más extenso, el escritor francés se entregará pasionalmente a la reconstrucción de su Venecia, aquella que lo tiene subyugado, como un inigualable compendio de toda la belleza del mundo, con su «encanto de fiebre y muerte».

Convertido en aquel Monsieur de Bougrelon que hacía recorrer a dos viajeros una verdadera Ámsterdam alejada de los lugares turísticos,no llega a ser tan atrevido (se contenta con imaginar esos mismos lugares desprovistos de una babel de hombres), pero es sin duda incluso más lírico, en un recorrido exaltado por todas las maravillas arquitectónicas o artísticas, contenidas en cada rincón, en cada lugar atravesado por sus canales. Además, sus páginas le llevan a un canto al hombre veneciano, ese cruce entre italiano y austriaco, así como a la incomparable belleza de sus mujeres, describiendo minuciosamente cuerpos, gestos u oficios. Entre todo tiene cabida incluso una fantasmagórica visita del káiser Guillermo II a la ciudad, de camino a Jerusalén, además de otras breves pinceladas históricas, que nos transportan a un mundo en el que escribir en un periódico no parecía estar reñido con la prosa más elaborada, la poesía más acalorada y los sentimientos más personales.

Pequeño objeto de coleccionista, Salvad Venecia tiene ese encanto de los finales de siglo, ese miedo a lo que se perderá, destruido por el tiempo, por el agua, por el hombre. En fin, esa sensación de que algo está llegando a su final y, para que no se pierda, no bastarán las imágenes, las pinturas o las piedras, sino que serán necesarias las palabras.


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