El viajero de Praga, de Javier Vásconez (Pre-Textos) | por Juan Jiménez García

Javier Vásconez | El viajero de Praga

Josef Kronz abandona Praga. Josef Kronz como Josef K. K. como Kafka. Praga como estado de ánimo. Del espíritu, diríamos. Y nada más. Un lugar para abandonar. No para llegar a ella, no para estar en ella, sino para partir. Kronz piensa que después de los cuarenta años todos somos un poco fantasmas. Sí. Él desde luego. También yo. Y otros. Todos. Como dice: un poco. Tras dejar aquella Checoslovaquia comunista aprovechando una oportunidad del destino, acaba en Barcelona. Luego más allá. En un país de nombre abstracto: Ecuador. Como Javier Vásconez, escritor. Entonces: todo está ahí. Hasta llegar a ese verano de calma y destrucción. Y no es fácil llegar hasta ahí. En la escritura del escritor ecuatoriano, la forma se confunde con el fondo. El fondo con su protagonista. El viaje se convierte en un todo. Salir de ningún lugar para llegar a ninguna parte. El viajero de Praga es un viajero eterno. El viaje empezó sin él y acabará sin él. Él transita. Por la tristeza. Por la impotencia. Entre las dudas y las intuiciones.

Para alguien que transita, todo es transitorio. Cuando conoce a Violeta, enfermera al cuidado de una mujer y sus historia, sabe que la va a perder. Y la pierde. Y luego vuelve a encontrarla. Y en ese encuentro, ya está también la pérdida. Todo son lugares de paso. También la vida. La vida más que ninguno. Cree que el amor disminuye el horror de la espera, pero es solo eso, una creencia más, aunque Kronz no tenga muchas. Se entrega a todo desapasionadamente. Con el miedo por los compromisos. Acepta cualquier cosa, cualquier confusión. Cuando intenta arreglar alguna cosa, con un poco de convicción, entra en laberintos burocráticos o humanos, convertido en un K. más.

Le gustaría que todo fuera un largo silencio, pero rara vez es así. Dice que los perros se parecen a sus amos y que por eso le gustan los gatos, como Elmer. Pero él es Elmer, gato, por el que siente envidia y admiración. Todo pasado es, en buena medida, una invención. No existe. Es producto de nuestras confusiones, de nuestras equivocaciones. En él, como en toda buena mentira, como en toda mentira creíble, hay algo de verdad. Algo cierto. Después de todo, su madre se lanzó desde aquel puente. Fue su manera de huir. La del doctor Kronz es el viaje. Todo largo silencio implica una aceptación de la soledad. Él la acepta.

Como sus recuerdos, su vida es una sucesión de fragmentos. Es médico sin pretender ser médico. Es veterinario porque es médico. Se mete en asuntos turbios porque estos están ahí y él no rechaza nada. Intenta resolver otros asuntos turbios de los que nadie le pidió nada, y se encuentra con otro castillo (y Praga está lejos, tan lejos). Quiere amar a Violeta y, después de todo, esta acaba convertida en otro montón de fragmentos: el olor de su cabello recién lavado a coco es uno de ellos. Cómo acabar lo que no ha tenido un principio. Juan Villoro escribió el prólogo. En él habla de nosotros cruzando una frontera al leer el libro. Para alcanzar la orilla, la arriesgada orilla de Javier Vásconez. Sí.

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