La vanidad humana, de Jaroslav Hašek (Mármara) Traducción de Eduardo Fernández | por Juan Jiménez García

Jaroslav Hašek | La vanidad humana

¡Más Jaroslav Hašek! Sus libros vuelven a aparecer por todos lados, primaveralmente. Y ni tan siquiera celebramos nada, ni nacimiento ni muerte. Si acaso la alegría de leer, de leerle. Hašek, que debería ser de lectura obligatoria en los colegios. ¿Quién podría ir a una guerra tras leer el soldado Švejk? ¿Quién podría creer en la miseria política de nuestros días sin conocer su partido? ¿Quién podría tomarse el mundo en serio, este mundo triste y aburrido, tras leer sus relatos? El escritor checo es el antídoto contra tantos males que nos asolan… Y solo porque creía en el mundo, en el hombre de la calle. O, mejor, de la cervecería. Sabía que la verdad no sale impresa cada día en papel (o lo que sea ahora), sino que es algo más profundo y contradictorio y que cambia constantemente, porque es resbaladiza y solo el humor logra fijarla. Un instante. Mármara nos trae más relatos suyos, en este La vanidad humana. Y de nuevo algo así como la felicidad.

La vanidad humana recoge cinco relatos y todos aquellos que se agruparon bajo el Ciclo de Burguma. Este último giraba alrededor de su vida en la Rusia comunista, en el Ejército Rojo del que llegó a ser comandante, tras huir a las líneas enemigas (sí, Hašek, como Švejk, encontraba todas las fronteras borrosas). Tal vez no sea una historia muy conocida, pero lo cierto es que nuestro hombre, ese checo aficionado a escribir cosas imaginadas en revistas ciertas, la cerveza y el progreso moderado dentro de los límites de la ley, hizo carrera en el país de los Soviets, que diría Tintín. El camarada Gašek llegó lejos, aunque no parece que tuviera especial interés en seguir las órdenes de sus superiores, como aquel personaje suyo. En definitiva, fue un tipo serio que hacía cosas serias con un cierto humor. Y en eterno conflicto con aquellos otros que, carentes de país, son igual de rompepelotas en cualquier lado.

En el resto de los relatos vuelve a surgir su humor por todo y su amor por la gente perdida (físicamente y para cualquier tipo de causa). Desde un ladrón con poca fortuna que acaba confundido, en la oscuridad, por cualquier tipo de bien, hasta Yong-seng, que acabó convertido al cristianismo siguiendo escrupulosamente la palabra del Señor y uno de sus representantes en la tierra. Y también una constructiva reflexión sobre la corrupción, en la que aprendemos a ser exigentes con aquello que pedimos por corrompernos. O como no vale la pena comprarse un tiburón muerto para exhibirlo por puebluchos, porque el gasto en colonia puede ser muy superior a los beneficios. Ah, y que no hay que hay que tener cuidado cuando queremos ser justos puntualizando noticias inexactas, a riesgo de tener problemas en el hombro. Ya se habrá entendido que Jaroslav Hašek siempre fue profundamente instructivo, lo cual lo hace especialmente útil para la educación, como señalaba al principio.

Mármara cierra su edición recordando a un hombre que se cayó por la ventana del hospital cuando daba de comer a las palomas. Un viejo conocido por todos, que fue el hijo que Hašek hubiera deseado tener o, mejor, un magnífico compañero de juergas. Otro ratón de cervecería. Les echamos tanto de menos…

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