El seductor, de Jan Kjærstad (Nórdica) Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo | por Almudena Muñoz

Jan Kjærstad | El seductor

Un libro de tapas color blanco acerca de un hombre blanco de clase alta y, como el título anticipa, exitoso con el sexo opuesto. Porque posee un pene mágico. ¿Está una obra así destinada a un público que encaja en la misma categoría que su protagonista (entendamos el pene mágico como fantasía, aunque alguno se resistiera a reconocerlo), y queda explicada la repercusión comercial de Kjærstad por ser dicho público quien más facilidades tiene para adquirir libros? Al margen de las notas mágicas, ¿es necesario otro libro blanco sobre el rico pero atribulado hombre blanco? Pero conocidos son ahora los territorios literarios norteños por su negrura; ese coágulo extendido bajo la primera capa de una sociedad pulcra y funcional, y que constituye el auténtico alimento de su estructura social y, por qué no reconocerlo, su atractivo. Las demás naciones se asoman a la ventana del norte con admiración y envidia, pero ese deseo por ser como ellos queda aún más avivado por el interés que generan los trapos sucios, la cara menos favorable que proporciona cierto alivio desde la distancia. Nada de la mota de polvo en la perfección, sino el esqueleto podrido, las esquirlas de metal oxidado que aún sellan las junturas de los huesos noruegos.

Jonas Wergeland no se limita a sus raíces, sino que se aferra al cosmopolitismo de negocios, al pico televisivo de los noventa, a la narración sexual sin erotismo, a una mirada que celebra signos lejanos, mediterráneos, el sol, la piel casi al descubierto. Hasta que el hogar, o la vida, ocupa su puesto como un bostezo: el asesinato inexplicable, tan poco original como en la sección de sucesos de los diarios, una molestia fuera de agenda antes que una desgracia. La comparación de la novela de Kjærstad con el Tom Jones (1749) de Henry Fielding parece acertada en una cosa, la huida inmadura del hombre que cabalga victorioso sobre las conquistas reservadas a la madurez, siguiendo un sentido irresponsable y egotista sobre la vida y desinteresado por las modas, logros y derivas de la patria. La propuesta literaria de Kjærstad continuaría con otras dos novelas, pero en este primer volumen contiene ya una apuesta intensa, que combina el relato evocador (apoyado en repeticiones constantes, que parecen arrebatar al autor cualquier poder aliterador) con una poco usual narración en segunda persona, que obliga al lector a adoptar los recuerdos y conciencia del señor Wergeland.

Las cuerdas tendidas entre sucesos pasados, futuros y del presente de la acción hallan paralelismo en la relación de Jonas, posible feminista, con las mujeres que salpican su biografía, desde maternales familiares hasta los consabidos affaires. Curiosamente, este seductor es quien se deja seducir de continuo por la influencia femenina, al margen de la naturaleza del cambio que aquélla ejerce sobre él. Es posible que Kjærstad, de orígenes apocados, prefiriese que la gran seducción se produjera como en el oficio de Jonas: el hombre tras las bambalinas, que maneja todos los recursos sin que su nombre quede en evidencia hasta el final, o en un principio rápidamente olvidado, cuando los créditos amplían el tamaño de su tipografía para el apartado de productor. El seductor sería, pues, alguien ubicado por encima de Jonas Wergeland, quien es un mero peón, un personaje ficticio, una aventura extra en el matrimonio de Kjærstad con su carrera literaria. Enamorado, aun temporalmente, del proyecto, de descomponer una vida, del momento en que uno se queda embobado contemplando cierto rayo de luz sobre cierta nuca en la ópera, antes de emprender una crítica más acerada de todo lo que la novela representa.

Casi a ritmo de pieza bufa mozartiana, las escenas suman un montaje arbitrario y espídico; lo grosero expuesto con llaneza y la reflexión más dolorosa en un mismo jarro de licor que lo mismo embriaga que degenerará en jaqueca. Falta que Jonas sea conquistador y, a modo de colofón y moraleja, descubridor. Aquí a Kjærstad le gusta la imagen de Noruega como bosta que, partida como un pan consagrado, revela su relleno de insectos. También las mujeres que cuanto más furiosas, más bellas se muestran, pero que conquistan elevados puestos en la falocéntrica y progresista Noruega; el (anti)héroe que saborea éxitos como sinsabores y combina desde la infancia el autodidactismo más variopinto, entre el Kama sutra, los productos hollywoodienses y el estudio de los astros. En esta manera de efectuar un retrato de personaje literario con la envergadura de las novelas folletinescas, se confunde qué se toma en serio Kjærstad y qué debe ser entendido como una simple broma. En todo caso, así funcionan las herramientas, a medias ensayadas, a medias supuestamente innatas, de cualquier prototipo de galán y seductor, de toda nación que se encuentra de pronto en una situación de prestigio. Ese poso de nostalgia por una primera etapa de ensayo y aprendizaje, cuando la inocencia todavía servía como creíble disfraz de pulsiones poco lícitas o apenas comprendidas por quien las siente. O, como siempre, cuánto gusta de la lencería quien apenas sabría desnudarse a sí mismo ante nadie ni entrever un reflejo nítido en ningún espejo.


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