Parad la guerra o me pego un tiro, de Jacques Vaché (El Nadir) Traducción de René Parra | por Juan Jiménez García

Jacques Vaché | Parad la guerra o me pego un tiro

Una de las tareas a las que con mayor devoción se entregó André Breton fue a encontrarle un pasado al surrealismo. Podemos pensar que no era después de todo una tarea complicada, pero es que no valía cualquier candidato. Su Antología del humor negro en ese sentido fue emblemática, y los nombres están ahí. Obviamente, lo que mayor placer produce es que estos referentes hayan llevado además una vida digna de un surrealista. Es más, que ellos mismos sean su mejor obra. Y ahí tenemos a un campeón imbatible: Jacques Vaché. Ya encontrarle fue mera casualidad (no podía ser de otro modo, puesto que no es que se prodigara mucho escribiendo). Breton, enfermero, se encuentra con él, paciente, en uno de esos descansos que la Primera Guerra Mundial prodigaba a cambio de unas heridas. Allí trabarán amistad (es un decir, como veremos) y la guerra seguirá. Vaché se habrá convertido en un ídolo y su obra no irá mucho más allá de la correspondencia que mantienen.

Ahora bien, ¿estaba Vaché cerca de los surrealistas? No, posiblemente no. Vaché era hijo directo de Alfred Jarry y solo a él se debía. Eso sí, con no poca pereza. Nadir nos trae ahora su escasa producción y eso ya es un adelanto, porque hasta ahora, Vaché era lo que Breton quiso que fuera (al menos en nuestro país). Y su escasa producción son algunos relatos para revistas, algunos poemas con el mismo destino, y eso, su correspondencia. Con el surrealista pero también con Théodore Fraenkel (otro hijo de Jarry, que pasaría por el dadaísmo y el mismo surrealismo, también enfermero), Louis Aragon y Jeanne Derrien (por la que debía sentir más interés que por todos los demás juntos, dado el volumen de su correspondencia y que, oh sorpresa, también conoció como enfermera).

El conjunto es un sentido de la vida basado en que la vida no tiene especial sentido. Vaché no se toma demasiado en serio y tampoco, por supuesto, toma en serio todo lo que le rodea. Ni tan siquiera la guerra, que es algo a lo que no se puede tener mucho aprecio, a pesar de las poesías de Apollinaire. Dicho lo cual, tampoco es que le gustara mucho Apollinaire, aunque, curiosamente, en sus cartas las bromas van dejando paso a algo así como el afecto, y el afecto, tras la muerte del poeta, a algo así como echarle de menos.

Es seguramente el no tomarse muy en serio lo que hacía que Breton le resultara un poco cargante. Sí, hay que decirlo, y creo que cualquier observador medianamente atento notará en el tono de sus respuestas algo así como “ya está otra vez este pesado escribiéndome”. Breton lo tenía como un Dios, todo lo que se podía esperar de la escritura, pero Vaché ni creía en dioses ni seguramente en la escritura. Tampoco seguramente en sí mismo, luego un tipo que te dice carta tras carta lo maravilloso que eres no es necesariamente agradable. Eso no impidió dos cosas: una, que Vaché muriera joven sin cumplir las expectativas de Breton; dos, que Breton construyera su propio personaje sobre el cadáver del otro y una breve correspondencia.

Jacques Vaché sobrevive a la guerra, pero no por mucho. Unos meses después es encontrado muerto, completamente desnudo, junto a otro joven, en una habitación de hotel. Intoxicación de opio, aunque algunas declaraciones afirmando que no viviría mucho y que no se iría solo, invitan a pensar en un suicidio con tintes de asesinato. Algo muy digno como final para un hombre que consideró que lo mejor que podía hacer por la escritura era no escribir. Y morir lo suficiente temprano como para no arrepentirse de su elección.

Así, en Parad la guerra o me pego un tiro, encontraremos las migajas que nos quiso legar (quién sabe si contra su voluntad), y el dibujo de un soñador perezoso. Más información en el estupendo prólogo de René Parra (también traductor y editor). La galería de personas que prefirieron no hacerlo tiene a Vaché como uno de sus miembros más ilustres, y estas obras (in)completas nos harán entender las razones. Y si no las entendemos, siempre nos quedará Enrique Vila-Matas.


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