El gran misterio de Bow, de Israel Zangwill (Ardicia). Traducción de Ana Lorenzo | por Juan Jiménez García

Israel

Israel Zangwill forma parte de esos nombres a los que la historia no les sentó muy bien. Quiero decir que tuvieron toda la fama en vida y luego, bueno, los lectores, la posteridad, se olvidaron de ellos. Puede ser que fuera una cuestión de ser un hombre muy de su tiempo, y bien, eso no es necesariamente malo, pero es que ni tan siquiera era así. Sea como fuere, Zangwill esperó su momento, y su momento llega ahora de la mano de Ardicia. Y encontrarse con él es una de esas cosas por las que vale la pena tener una fría tarde de invierno, una manta y un libro en la mano. El libro es El gran misterio de Bow, claro. El conjunto, algo parecido a la felicidad.

Zangwill no engaña a nadie. Es más, esta será su premisa: una especie de honesta novela policial en el que moverá las cartas frente a nosotros sin intentar ningún truco extraño (vamos, no es Agatha Christie). Para empezar, no oculta que parte de Edgar Allan Poe y su misterio del cuarto cerrado en el que se ha cometido un crimen inexplicable. Eso sí: aquí no hay ningún mono (y nos echamos unas risas con ello, leyendo esta novela). El gran misterio de Bow, si hemos de hacer caso a sus palabras, se fue escribiendo no solo por entregas sino a medida que la gente las iba leyendo, buscando el crimen perfecto y, por tanto, librando a todos los culpables que el lector iba encontrando. ¿Entonces? Entonces se la lee uno.

Como buena novela policiaca inglesa, Bow, distrito en el este de Londres, se convierte en un microcosmos en el que es tan importante la muerte como aquello que la rodea, aunque aquello que la rodea poco tenga que ver. Las cosas no ocurren apartadas de su realidad y su realidad está formada por un sinnúmero de personajes más o menos pintorescos en busca de su lugar. Su lugar. Un día la señora Drabdump, viuda que arrienda un par de habitaciones a gente respetable para hacer más llevaderos sus días, llama a la habitación de uno de sus huéspedes, el señor Constant. Pero no obtiene respuesta. El señor Constant es un emergente político laborista, pero su emergencia topa con un inesperado obstáculo: es asesinado. Así lo descubren la viuda y un viejo policía retirado, al que esta llama en su auxilio, el señor Grodman. Pero ¿cómo demonios han podido asesinar a ese pobre muchacho si la habitación está completamente cerrada y él, por lo tanto, inaccesible? Descartado el suicidio queda el gran misterio. Y las miradas se dirigen al otro inquilino, otro laborista, aunque este más beligerante: Tom Mortlake, el héroe de las cien huelgas.

Pero… hasta aquí hemos llegado. En nuestra explicación, claro, porque la novela empieza a desplegar su mundo de calles y negocios, de discusiones y conversaciones, de trazos irónicos de esa sociedad inglesa tan dada a meterse allí dónde no le han llamado, como un pasatiempo más. Zangwill aprovecha para reírse (amablemente) de todo: de la gente que escribe a los periódicos resolviendo enigmas, de la política, de la policía, del ser humano,… Ya sabemos cómo son los ingleses… aquellos que nos gustaban. Porque El gran misterio… nos devuelve una literatura plácida, placentera, divertida, un gusto por la lectura trepidante, que no se pierde en ningún momento, avanzando alegremente entre bosquecillos de palabras o, en este caso, casas ordenadamente alineadas, debidamente separadas del mundo, como decía Karel Čapek.

En algún momento la literatura negra (si una novela tan luminosa como esta puede soportar ese negro) perdió una cierta alegría de vivir. Tal vez son los tiempos los que han perdido la alegría de vivir. Y también la noción de puzle, de juego, de pasatiempo que debemos resolver. Y todo eso es la novela de Israel Zangwill, que, además, nos regala una solución (son palabras de Borges, y debemos darle la razón) brillante para un enigma complicado. Disfrutemos, pues, del momento.


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