Vuelo a Canadá, de Ishmael Reed (La Fuga)  Traducción de Inga Pellisa | por Óscar Brox

Bonnie Jo Campbell | Desguace americano

No sé si Harold Bloom incluyó alguna vez en su canon a Chester Himes, pero fue leer Mumbo Jumbo, de Ishmael Reed (que sí lo estuvo), y pensar automáticamente en el autor de Algodón en Harlem. Quizá por esa capacidad de crear un microcosmos, el que le permitían los límites de las zonas más jodidas de Nueva York, e inventar en ellos otro mundo. Exagerado. Violento. Metáfora para una raza y una sociedad atrapadas en innumerables cuentas con su Historia más reciente. Algo que, a su manera, también dibujaba Mumbo Jumbo con la vista puesta en Nueva Orleans o Haití como escenarios para llevar a cabo una exhumación de las raíces culturales negras. Un puro delirio literario en el que predominaba el aire de libertad estilística e inconformismo, de discurso posmoderno sin resultar ni pasota ni esteta, que alineaba a Reed junto a otras lecturas agudas como las de, por ejemplo, Kurt Vonnegut en Madre noche.

Vuelo a Canadá, en apariencia un trabajo menor comparado con su otra novela, es sin embargo un ejercicio de síntesis de la evolución de la comunidad negra en la próspera América del Siglo XX, modelo para tantos y rodillo preferido para la doctrina capitalista. De síntesis e ironía, en tanto que Reed nos traslada temporalmente a la época más cruda del esclavismo para trazar una serie de paralelismos con la América contemporáneo (aún hoy vigentes, dicho sea). Unos Estados Unidos surcados de figuras familiares, como las de Abraham Lincoln o Jefferson Davis, en los que su autor entremezcla elementos más cercanos temporalmente, como la línea de autobuses Greyhound, ejemplo de hasta qué punto le interesa reescribir esa porción de Historia para destapar el meollo de la cuestión: el devenir de la raza negra, atrapada entre estereotipos, en ese preciso instante en el que la historia de la esclavitud se escribía entre haciendas sureñas y petimetres políticos armados de buenas intenciones.

Reed convierte a Raven, el esclavo-pájaro que echará a volar del nido en dirección a Canadá, en el poeta accidental dedicado a cantar las pequeñas tragedias y grandes miserias de la época, atacando al corazón de la población negra en busca de una insurrección. O, simplemente, de una reacción en cadena que los despierte del sueño del amo blanco. De todos esos Swilles que han hecho de sus criados una propiedad documentada y compulsada en los archivos de la ciudad. Dinero, en vez de personas. Y Reed convierte a un puñado de renegados, los Raven, Leechfield o 40’s, en ese espíritu de rebeldía juvenil que contrasta con el estereotipo del Tío Tom que representan los Robin o Pompeyo, sumisos a un poder que reconoce en el amo a ese Dios al que todo hombre debe respetar. Sin pensar, claro, que todo hombre pueda ser, en sí mismo, su propio Dios. Su propia moral. Su propia manera de dirigirse en la vida.

En Vuelo a Canadá abundan los petimetres y los idiotas, Abe Lincoln es solo uno más de ellos, aunque de lejos uno de los más oportunistas, y lo mejor que se puede decir de Jeff Davis es que al final se ganó una carretera en Luisiana. Por eso, Reed prefiere inventarse otra historia posible, en la que el amo blanco cae por su propia corrupción en las brasas del fuego que se ha dedicado a avivar y los esclavos negros, confundidos entre el rencor y el conformismo, se preguntan qué demonios van a hacer para construir otra historia con semejante legado. De ahí la gracia con la que presiona a sus personajes en sus contradicciones, en sus temores y dudas. Cómo parece asfixiarlos relatando el alcance de un racismo que se extiende entre los propios oprimidos, que aun sin la figura del blanco cruel se siguen hostigando unos a otros porque esa recién recuperada libertad es un tesoro tan grande que va a costar gestionarlo. Y, qué demonios, vivir con las cadenas puestas no estaba tan mal; al menos, ya conocías tus límites.

La fina ironía de Reed contrasta con el vasto catálogo de personajes grotescos e impulsivos que pueblan esta narración sobre el futuro de un pueblo libre. O sobre si realmente ese pueblo ha gozado de una libertad cultural que la enorme maquinaria estadounidense se ha encargado de apartar hacia los márgenes para conservar bien engrasada la idea de su progreso. De ahí esa sensación de melancolía, de personajes que protagonizan una huida imposible mientras intentan cambiar el rumbo de la Historia. El destino que esta les tenía reservados. Por eso, se podría decir que Ishmael Reed describe la esclavitud como un contrato ligado a la misma Historia, sustancia de aquella, que solo la ficción puede emborronar lo suficiente como para hacer emerger otro final, otros protagonistas, otro sentido para comprender en qué consiste la cultura negra. Ese metafórico viaje a Canadá que, como si se tratase de un Ulises escéptico, devuelve a Raven Quickskill a su particular Ítaca.

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