El valle de las mariposas, de Inger Christensen (Sexto piso) Traducción de Daniel Sancosmed Masiá | por Óscar Brox
Inger Christensen | El valle de las mariposas

Una descriptora de la verdad. Así recuerda Daniel Sancosmed en su prólogo a Inger Christensen. “Para mí, escribir poesía es una ciencia, aunque tenga también otros criterios”. Y así encontramos la naturaleza sistémica de sus versos, unas veces siguiendo las pautas de la secuencia de Fibonacci (como en Alfabeto), otras bebiendo de la idea de serialismo musical de compositores como Olivier Messiaen (como en Carta en abril). Y, sin embargo, uno llega a la obra de Christensen con la sensación de estar leyendo algo (un verso, una imagen, una impresión, un momento en el tiempo) por primera vez. Como si las palabras no se hubiesen quitado sus legañas y los sonidos, casi balbuceos, nos acercasen un sentimiento de novedad. Algo que nunca hemos escuchado así. Que se nos presenta cristalino en su imagen, pero misterioso en su corazón, como en ese momento de nuestra infancia en el que aprendemos a dar nombre a las cosas. A percibir todas esas emociones morales que aportan hondura a nuestra comprensión del mundo.

El valle de las mariposas empieza con Escaleras de agua, poema en construcción, basado en una estructura de repeticiones, que nos conduce a través de las plazas de Roma, de Piazza Colonna a Piazza Nicosia, y de allí a Campitelli. El efecto de esa repetición produce un atontamiento, cuando el lector parece atrapado por unos versos que se pliegan y repliegan alrededor de un paisaje diferente que, sin embargo, parece siempre el mismo. La fuente, la plaza, el coche, los rostros, la comida, el idioma… la fuerza del verso cae, una y otra vez, como esa impresión de extrañamiento cuando un lugar desconocido parece siempre el mismo. Cuando cada matiz, cada ligero cambio, nos lleva al mismo lugar, a la misma casilla, zarandeándonos, casi mareándonos, sin que podamos hacer nada para zafarnos de esa sensación. Perdidos en el sonido de una lengua extranjera, eclipsados por su arquitectura, por sus costumbres y por cada uno de esos aspectos, en apariencia insignificantes, que sin embargo se vuelven poderosos tan pronto nos colocamos en el lugar del extranjero.

Con Carta en abril encontramos una estructura dual, un poema partido entre dos espacios: de un lado, lo íntimo; del otro, el mundo. Las cosas. Eso que podríamos llamar la realidad. Christensen utiliza la idea de serialismo musical (y aquí resulta muy recomendable el estupendo prólogo de esta edición, que explica la composición del poema), pero el lector se topa con algo parecido a una linterna iluminando selectivamente aquellos rincones en penumbra de nuestra existencia emocional. El juego de versos hace que lo íntimo, ese territorio tan complicado de describir, resulte tan cristalino como el suelo que pisamos; y, al mismo tiempo, que este último, con sus ritmos y costumbres, quede tintado por una metafísica que vuelve opaco, casi inaccesible, todo aquello que creemos al alcance de nuestra mano. Todo lo familiar, el paisaje de cada día, detenido en los versos, contemplado por Christensen con una carga de meticulosidad suficiente como para llegar hasta su corazón. Hasta su misterio. “Porque nuestro asombro se hace demasiado intenso, y se llama miedo”.

En El valle de las mariposas, sin embargo, encontramos una forma que podría parecer un cuerpo extraño en la poesía nórdica: el soneto. O la corona de sonetos. La fusión entre sistema y lengua y, como señala Daniel Sancosmed, la dificultad añadida de traducir del danés, dada la cantidad de matices que aquel permite en apenas once sílabas y la complejidad con los nombres de las mariposas que configuran el corazón del poema. Esa génesis visual-verbal a la que alude el traductor. Y es que uno tiene la impresión de que en la obra de Christensen es difícil separar la imagen de la palabra, pensar una para nombrar la otra, y viceversa. En sus versos hay luz, hay bosque y agua, granadas, viento, silencio, acción, movimiento, pero también una rara concentración. Un sentimiento de excepcionalidad, casi de asombro, que nos hace percibir las cosas como si nunca antes hubiesen sucedido de esa manera. Hay lugar para el recuerdo: mi abuela en los abrazos del jardín / de alhelí, velos, novia, leña / mi padre, que los nombres de reptil / antes de que se muera me enseña; y hay lugar para intentar comprender esas complejidades de nuestra existencia emocional: Es la muerte mirando fijamente / quien quiere verse en mí, una nativa / atada a su desnuda introspectiva / en lo llamado vida ingenuamente.

Frente a la tentación del ensimismamiento, de ese dar vueltas en círculo, los versos de Inger Christensen excavan y excavan en busca del sentido profundo de las cosas, rasgando el velo metafísico que recubre a los conceptos de vida y muerte, buscando en los ritmos de la naturaleza esa imagen, ese sentimiento, que aporte una explicación a nuestra existencia cotidiana. A lo que entendemos por nuestro mundo. A todo eso que nos rodea, que a menudo nos asfixia, a todos esos sonidos que sus versos ponen en silencio, clavados al papel como las mariposas que estudia un lepidopterista, en busca de ese matiz, ese acento, gesto u hondura emocional que le sirva para desentrañar algo tan elemental como lo que significa estar vivo.


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