Despídete del mañana, de Horace McCoy (Akal) Traducción de Axel Alonso Valle | por Juan Jiménez García

Horace McCoy | Despídete del mañana

Hay escritores que están condenados a ser recordados por algo que va más allá de ellos. Pongamos: por haber escrito guiones de películas para Raoul Walsh, Nicholas Ray o Henry Hathaway (aunque ninguna memorable). Pongamos: por haber sido adaptado por Sydney Pollack (Danzad, danzad, malditos) o, esperando algo más de conocimientos cinematográficos, por Jean-Pierre Mocky (Un linceul n’a pas de poches). Quizás: por una película interpretada por James Cagney (Corazón de hielo… traducción moralista de, precisamente, Kiss tomorrow goodbye). Pero, entre todo ello, ¿qué lugar quedaría para Horace McCoy? Es más, quién es Horace McCoy. La respuesta es sencilla: uno de los más grandes (y desconocidos entre los grandes) escritores de novela negra norteamericana. Por las dudas: leer Despídete del mañana.

Horace McCoy no tuvo mucha fortuna como escritor. Tal vez simplemente fue una cuestión de estar en el lugar equivocado demasiado a menudo. Héroe de guerra (es decir, herido), actor, periodista, en algunos de sus libros se pueden encontrar destellos de su vida (o tal vez más). Por ejemplo, Los sudarios no tienen bolsillos (próximamente en estas páginas). Si hemos de hacer caso a esos más que presumibles apuntes autobiográficos, lo más probable es que McCoy no fuera un tipo fácil. Eso incluye una cierta tendencia a llevar la contraria y una ideología izquierdista no muy a la moda (y peligrosa). Esto se trasladó a sus libros y no solo por su contenido: alguno tuvo importantes problemas para aparecer publicado (pero eso es otra historia).

El caso es que en 1948 escribe una de sus mejores obras (que no la más conocida), Despídete del mañana, y eso no es que mejorara mucho las cosas en su maltrecha carrera literaria, pero al menos contribuyó a la historia del noir con una obra maestra absoluta (y no hay muchas), todo un prodigio de escritura vertiginosa, protagonista inolvidable y toneladas de mierda. Lo dicho, un clásico del género. Y ahora que todo es negro, no está mal leerse algo que es negro sobre negro. Pero veamos.

Ralph Cotter despierta una mañana en prisión. Sabe que aquella será una mañana especial porque será el principio de algo, de otra cosa. Esa otra cosa es escapar, huir. Y tras huir vendrá lo bueno. Cotter es un tipo especial. Puede parecer un criminal despiadado y lo puede parecer porque lo es. Pero hay algo en él inquietante, desde esa primera persona con la que nos cuenta su vida. No es ningún pobre diablo. Su inteligencia, su cultura, sus estudios, una familia que adivinamos importantes,… En fin. Cotter no es ningún desgraciado. Es un asesino que no duda en matar a todo aquel que se cruce en su camino (y que dedica sus días en pensar cómo acabar con toda la humanidad tiro a tiro), pero un asesino, vamos a decirlo, intelectual. ¡Un filósofo del crimen! Un hijo de puta que piensa profundamente. Qué complicado. Ralph Cotter es Ralph Cotter (o no, porque hasta su nombre perderá en el infierno por él creado). No, no es ningún descenso a los abismos del ser humano. Nuestro protagonista está donde quiere estar, hace lo que quiere hacer. Amoral, dirán algunos. Tanta abstracción…

El caso es que tras su huida, llega a algún lugar. Y en aquel lugar intentará hacerse un sitio. No es que no conozca maneras de hacerse un sitio, solo es que no entiende de otra cosa que no sea el crimen. Excepto el amor. El amor, el amor. Es una palabra muy grande (que no se dirá, para sentirse mejor). Su relación brutal con Holiday, que lo ha ayudado a escapar, una relación basada en la crueldad y en lo inevitable. Pero también su relación con esa chica que le recuerda algo, su magdalena proustiana.

El resto será podredumbre. Aquella que puebla la sociedad norteamericana y que McCoy tan bien supo retratar (y así le fue). Policías corruptos, abogados corruptos, industriales corruptos (¿he dicho sociedad norteamericana?). Y alrededor de ellos (o bajo ellos), estafadores, ladrones, gente bien que no tiene nada de bueno,… Qué vamos a contar. La amoralidad de Cotter tiene difícil encontrar su propio brillo, aunque bien que lo consigue.

Y sumando todo, tenemos Despídete del mañana, novela. Qué decir. Qué decir más. Desde la primera página, todo un universo de negras promesas se abre ante nosotros. Ahí está todo lo que quisimos, y solo cruzamos los dedos para que esa construcción se mantenga en pie, resista su propia grandeza, su propia ambición. McCoy no flojea. Firme, camina por la cuerda floja. Y a través de ella llega hasta el final. Cuando uno lee tanta novela negra, puede llegar un momento en el que perdemos el sentido de las cosas. Sí, todo está bien, todo nos parece bien. Hay grandes obras. Pero tenemos que encontrarnos con un libro como este, con su grandeza, con los estremecimientos que nos produce, para entender que era aquello que siempre buscamos en el noir. Para entender que la novela negra solo es una forma de hacer visible la oscuridad, de hacernos descender a patadas hacía lo más terrible de la condición humana, de enseñarnos esos lugares en los que vivimos, rodeados de lo que vivimos. De hacernos entender que no hay salida, pero también que no podemos dejar de buscar esa salida. Siempre.

 


1 thought on “ Horace McCoy. Tratado de inmoralidad, por Juan Jiménez García ”

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.