Teatro (1877-1890), de Henrik Ibsen (Nórdica). Traducción de Cristina Gómez-Baggethun | por Juan Jiménez García

Henrik Ibsen | Teatro (1877-1890)

La aparición del primer volumen del teatro de Ibsen (de los dos que Nórdica tiene pensados), un teatro que va desde 1877 hasta 1890, nos trae ya no solo al dramaturgo noruego, sino también una serie de cuestiones sobre el teatro en sí mismo y la vigencia de una obra más que centenaria. Lo cierto es que las obras de Ibsen siguen representándose de una forma bastante continuada y que, a la manera de Shakesperare (pero no de otros grandes dramaturgos), se han convertido en un terreno propicio para experimentaciones o apropiaciones varias. Y es que, después de todo, el teatro del noruego, ampliamente anclado en su tiempo, en sus gentes y en sus dudas y certezas, se adapta sin asperezas a nuestro tiempo. Pocas cosas menos estridentes que ver a Katharina Schüttler rompiendo con un martillo un portátil en el Hedda Gabler de la Schaubühne (Thomas Ostermeier, por otra parte, ha adaptado en no pocas ocasiones a Ibsen). Sí, podríamos pensar en lo universal de sus temas, pero realmente no. Y sus mujeres. Tampoco. Tampoco, tampoco. Unos cientos de páginas después, de absorbentes dramas, de lo viejo contra lo nuevo, de unos contra otros y de otros contra sí mismos (contra sus fantasmas, que son tantos), voy a intentar poner orden (o levantar acta de este desorden).

Este volumen empieza por Los pilares de la sociedad y acaba en Hedda Gabler. Seguramente la primera no es una de sus obras más conocidas, pero tiene los suficientes puntos en común para que la podamos calificar como obra fundacional de un periodo de una tremenda coherencia que quizá viene roto precisamente por la última obra. Entre medias quedan Casa de muñecas, Espectros, Un enemigo del pueblo, El pato silvestre, La Casa Rosmer y La dama del mar, múltiples variaciones de temas y personajes, que parecen trasladarse de un lugar al otro para convertirse en una cosa diferente, no por ello fuera de un conjunto sin estridencias. En Los pilares de la sociedad encontramos ya a esa vieja burguesía de firmes convicciones anclada a un mundo agrietado que empieza a enfrentarse a sus contradicciones, siempre con la religión como una de atadura más, otro argumento en el que construir las últimas defensas de esa inmovilidad. En esos ambientes, de mujeres sometidas a personajes secundarios, es donde aparece otro equívoco muy actual, viendo a estas como un precedente de luchas feministas de ahora. Dudo de esa visión de Ibsen y, por muy adelantado que fuera a su tiempo, es más bien que la mujer se convierte en el contrapunto necesario, en la revolución necesaria, a ese mundo ancestral del dios-hombre.

Podríamos pensar en Nora, pero igual que ella se marcha en busca no ya de una vida mejor sino de otra vida, la señora Linde está dispuesta a entregar la suya en un acto sacrificial. Si hay una mujer moderna esa es Hedda Gabler, tan independiente que roza el egoísmo (o lo abraza), y con la que no es fácil identificarse, ni aún con su rendición ante la evidencia de este. Esa necesidad de que el mundo responda a su visión de él, esa frivolidad (palabra demasiado parecida a fragilidad), que la hace una extraña heroína del universo ibseniano. Y entre el camino que lleva de Nora a Hedda, entre la huída y la afirmación, Ellida, dama del mar atravesada por el miedo, atrapada por la duda entre la promesa de una libertad y la necesidad de ser libre. Estas tres mujeres no encarnan una visión feminista del mundo. Ni tan siquiera femenina (de nuevo Hedda Gabler está ahí, como una sombra sobre mis palabras). Son la esperanza de un mundo mercantilista y puritano, encorsetado hasta la asfixia, en el que lo importante no es la verdad ni la justicia, sino el dinero. El enemigo del pueblo es la obra en la que canalizan todas estas tensiones, hasta forzar al propio Ibsen a tomar algún tipo de determinación y meterse en terrenos pantanosos. La disputa entre los hermanos Stockmann pasa a convertirse en una discusión entre si la verdad debe imponerse a la comunidad. Y ahí, el discurso de Tomas es uno de esos momentos extraordinarios en los que todo empieza a temblar, a tambalearse, cuando vemos que llevar la razón e intentar imponerla, basándose en la ignorancia de los demás, es un terreno tan resbaladizo que puede llevar a cualquier cosa, incluida la menos buscada (y estaría bien que esta obra hiciera reflexionar a aquellos que basan los problemas de la actualidad en la estupidez de los otros, desde una superioridad moral).

Todos estos temas se pueden encontrar en obras como El pato silvestre o La casa Rosmer, Ibsen tiene una cierta tendencia a la reelaboración de ciertos planteamientos. Solo dos obras, Espectros y Hedda Gabler parecen escapar a un universo común. La primera desde su aspecto de obra de cámara, la segunda desde su modernidad. En Espectros esos fantasmas más o menos presentes que recorren sus dramas, se encierran en una habitación y dialogan. Fantasmas que estuvieron siempre esperando algo del presente que les redimiera del pasado. Esa pasado que tan a menudo vuelve en forma de encuentro. Para cuestionarlo todo, para un último intento de victoria sobre ese mundo actual, igual de frío, igual de persistente. A menudo, es un fantasma el que regresa. Un fantasma que contiene todos los miedos pero también todas las posibilidades de que algo cambie. E Ibsen debía creer necesariamente en ese cambio (de hecho, eso podría ser aquello que concentra todo sus conflictos: lo nuevo enfrentado a lo viejo, recién vuelto, en buscar de un cambio inevitable).

Tal vez las mujeres de su teatro han ocultado a sus hombres. Esos pobres idealistas, que solo parecen poder formar parte de dos equipos claramente delimitados: los vendedores y los perdedores. Y, en más de una ocasión, creen estar entre unos cuando están entre los otros (una confusión que solo pueden tener los perdedores, claro, como un espejismo más). A menudo habitando un espejismo, atravesando un desierto. Incluso los más fuertes acaban por derrumbarse y, en el mejor de los casos, la promesa de una nueva vida (o de enfrentarse a la que tienen) es lo único que logra mantenerles a flote. No son más libres que esas mujeres ni mucho menos mejores y en Ibsen sus derrotas suelen ser tan terribles que es inevitable sentir algo de afecto por ellos.

Y entre todos esos conflictos, la modernidad. La modernidad de su teatro entonces y la vigencia de esa modernidad ahora. Tal vez los demonios sean los mismos y han estado dentro de nosotros (y ahí seguirán) hasta nuestra extinción (que no la suya). Las relaciones humanas, las relaciones divinas, las relaciones comerciales. Encuentros y desencuentros, gérmenes de dramas, origen de víctimas, de derrotas. El disparo con el que se cierra Hedda Gabler resuena en nuestras cabezas. La muerte del ideal, de todos los ideales. Y sin embargo, hay algo. Una esperanza. Débil pero real. Necesaria.


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