Escritos 1884-1914, de Henri Rousseau (La Micro) Traducción de Guido Sender | por Juan Jiménez García

Henri Rousseau | Escritos 1884 -1914

Conocí al Aduanero Rousseau por Guillaume Apollinaire. Le mandaba sus saludos (los suyos y los de otros tantos) con motivo de su muerte. Y era un poema de una extraña belleza, como tantos de sus poemas, en los que lo cotidiano se convertía en algo extraordinario por el simple hecho de ser nombrado. Por él, poeta. Apollinaire cansado de aquel mundo antiguo, buscaba la modernidad. Y la modernidad no es esto que está ahora por todos lados, como algo pegajoso y terriblemente desagradable. La modernidad era ir al encuentro del siglo XX, que estaba ya ahí y algo había que hacer con él. Él, siglo que caminaba hacia el desastre y la muerte como si fueran los últimos días de la Humanidad. Y ahí estaba Rousseau, viejo como todo, inocente como ninguno, único. Un igual, pensaba, de Picasso. La micro, esa pequeña editorial que edita sus libros como si fueran cartas dirigidas a alguien (nosotros) publica ahora algunos escritos alrededor de él. Buen momento para recordarle (aunque es imposible olvidarle).

Henri Rousseau se encontró un día con Alfred Jarry. Hay encuentros fortuitos que son inevitables. El pintor hizo un cuadro; el patafísico lo presentó en sociedad y destruyó, dicen, el cuadro. Era el tiempo de los salones, de las grandes citas pictóricas, y al final, acabó en el de Los Independientes, que eran donde iban a parar todos los incomprendidos, muertos de hambre (literalmente). En fin, el lugar en el que se encontraron todos los que hoy en día nos siguen diciendo cosas. Cuando volvemos sobre esa época esa es la palabra: hambre. De hacer otra cosa, otra pintura, y de no tener nada que llevarse a la boca.  Su correspondencia (la de Rousseau no iba a ser diferente a la de tantas impresionistas, por ejemplo) es una súplica constante por vender algo simplemente para pagar pinturas y lienzos y no morir en el camino. El Aduanero (que por cierto, no había sido aduanero… fue invención de Jarry… en realidad había sido recaudador), que empezó a pintar pasados los cuarenta años, no tardó en disfrutar de ese mundo en tensión, hecho de súplicas de anticipos.

Entre los escritos tenemos una curiosa entrevista, un puñado de cartas y a Guillaume Apollinaire escribiendo sobre él. Y entre todo ello, surgen problemas con la justicia, con el mundo del arte y con el mundo en general. Henri Rousseau era inocente pintando pero no modesto (¿y por qué tendría que serlo?) y no dejaba de reclamar su lugar, que pensaba no poco elevado (lo cual era justo). De personaje pintoresco paso a un cierto reconocimiento, lo cual (también era el signo de los tiempos) le duró poco, porque no tardó en irse al otro mundo, si es que vivía en este. Como Flaubert, era capaz de abrazar el exotismo sin ser nada exótico, y sus paisajes eran producto de visitas a jardines botánicos. Todo lo demás estaba en su cabeza.

Apollinaire dijo de él que pintaba la faz de las estrellas. Y se despedía de él dándole pinceles, lienzos y colores. Es bonito volverse a encontrar con él. O con ellos. Es bonito hacerlo con esta edición de La micro, pequeña, bella, justa. Abrir este libro sobre y encontrarse con esas páginas cartas que nos llegan de un tiempo ausente del que no logramos llenar ese vacío (Tanpinar). Todo está bien.

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