El amante de las cicatrices, de Harry Crews (Dirty Works) Traducción de Javier Lucini | por Óscar Brox

Harry Crews | El amante de las cicatrices

La huida es el motor de la mayoría de narraciones de Harry Crews. La huida como deseo, como necesidad o (definitivamente) como imposibilidad. El caso es escapar, soñar con otra vida sin cicatrices ni heridas de las que nunca curan; anhelar una realidad que no haya sido devastada por la pobreza o la locura, por el dolor o por el peso de la culpa. En la que vivir no resulte tan insoportable, acechado por los restos de una familia disfuncional o por la sombra de unos actos que no tienen olvido ni, tal vez, perdón. A Pete Butcher, el protagonista de El amante de las cicatrices, le recorre el espinazo día sí y día también el recuerdo del desafortunado accidente que relegó a su hermano pequeño a la condición de idiota babeante; un martillazo en plena cara que acabó con todo: con sus padres, con su otro hermano y consigo mismo, que huyó de su Georgia natal para, tras un largo vagabundeo, recalar en Jacksonville.

Jacksonville es peor que el mismo infierno: un lugar pantanoso y pestilente, en el que incluso los yaks del zoo viven en sus carnes la devastación. Sin embargo, para Pete el calor insoportable y un trabajo sin cualificación en una empresa de papel son suficientes para ahogar la culpa que le ha arrastrado hacia ese cenagal. Para dejarla a un lado y liberarse momentáneamente de la presión. O eso cree hasta que se topa con Sarah y la familia Leemer. Hasta que penetra en ese microcosmos de enfermedad, muerte y locura del que no sabe si es mejor escapar o abrazarlo con todas sus fuerzas. Reconocer finalmente las cicatrices, todas ellas invisibles, que arrastra en sus pocos años de vida.

Quizá porque nació en un lugar terriblemente empobrecido, a Crews le preocupaba la idea de no conocer una vida en la que no faltase de nada. En la que las tragedias personales no sacudiesen los cimientos de la familia cada dos por tres. Por eso, la mayoría de sus personajes arrastran, como la sarna, ese recelo hacia sus lugares de origen; bien porque han escapado por piernas o porque aquello fue demasiado duro como para traerlo de nuevo a la mente. Esa desesperación tiene en El amante de las cicatrices su traslación más barroca y enloquecida, como una pesadilla inacabable en la que su personaje se sume hasta dejar de oponer resistencia. Crews coquetea con la historia de amor de manera enfermiza, con esa Sarah acosada por el fantasma del cáncer y por la vulnerabilidad de un hogar cuyas costuras están a punto de saltar. Con la desidia de un Pete que se echa en sus brazos para difuminar, para emborronar, la imagen patética de su hermano idiota. Y en cierto modo, salvando la sordidez de algunos pasajes, hay algo en Sarah que despierta su ternura. Un instinto protector o, a saber, la búsqueda desesperada de un nuevo cobijo.

Mientras la vida se agota, cada cual hace un pequeño esfuerzo por mantener ese último hilo que la mantiene conectada. De ahí que Pete trague con auténtico asco a la familia basura que le ha caído en desgracia y observe, con temor, al matrimonio de rastafaris que sobrevuela el nido familiar. A esa belleza mestiza, Linga, cuyo rostro está surcado de cicatrices. O a la Sra. Leemer, que apura sus últimos días sobre la tierra tras la brutal extirpación de sus pechos. En ese entorno vulgar, derrotado por las circunstancias, solo queda sitio para disimular y esconder los secretos. Para dejar de pensar en el martillazo fortuito y emprender una huida hacia delante que acumule nuevas experiencias. Algo que, con el humor más negro posible, Crews refleja a base de golpes bajos: he ahí al pobre Sr. Leemer convertido en una calavera tras un infarto del que no ha podido recuperarse, al desagradable vecino entrometido al que Pete desearía matar o a una Sarah que, tal vez por soledad, se pega a su piel como un insecto a la miel. Y es que El amante de las cicatrices es una historia de perdición, dolor y, sobre todo, soledad. De esa clase terrible de soledad que se aplica con tanta fiereza sobre la conciencia como la peor de las culpas. Que machaca una y otra vez el cerebro de Pete hasta rozar el KO. Que le ahoga, angustia, arrebata cualquier pizca de alegría para recordarle, día tras día, el monumental complejo de culpa que porta a cuestas. Tan grande que ni una cicatriz de esas dimensiones conseguiría borrarlo de sus entrañas.

Crews escribió una novela sobre deudas y dolores, sobre cómo ambos se apoderan de todos nosotros hasta llevarnos a una vida de simulación. De falsas apariencias. En la que incluso el paisaje más sórdido y enloquecido puede albergar un mundo feliz. Un amago de familia vertebrada alrededor del dolor y el miedo, la pérdida y la soledad. En general, a los personajes de sus novelas les queda poca cosa; ni siquiera sus palabras, a las que casi nadie presta atención. De ahí que la odisea de Pete Butcher sea una de las más desagradables, obligado a caer presa de un entorno familiar destruido para así purgar la destrucción de la que se siente culpable. Para la que no encuentra compasión, conmiseración o ternura. Solo la simulación de una vida entre pantanos, yaks raquíticos y moribundos que, en algún momento, le embotará lo suficiente el cerebro como para olvidarlo todo. Por eso, la coda de El amante de las cicatrices es como una sonrisa mellada o el ardor de estómago. Podría ser peor, pero a la larga aprendes a aguantarlo. Y, mientras, la vida pasa y queda menos para que se acabe.

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