Simbad, de Gyula Krúdy (La fuga) Traducción de Adan Kovacsics | por Óscar Brox

Gyula Krúdy | Simbad

En un tiempo de húsares y caballeros, Gyula Krúdy se dedica a escribir. A escribir compulsivamente, hasta el punto de que más de mil textos contemplan su madurez creativa, cuando aparecen los primeros relatos de Simbad. Viajero, no es este Simbad una criatura arrancada de las páginas de Las mil y una noches; si acaso, evocada por la lectura de un joven adolescente que decide envolverse en ella para así poder explicarnos mejor su vida de aventuras, desde los últimos coletazos del Siglo XIX hasta esa Europa previa a la eclosión de la Guerra. Todavía feliz, ensimismada y pendiente de sus ensoñaciones.

Conocemos a Simbad cuando apenas ha alcanzado la adolescencia, en ese dulce momento en el que los preceptores comienzan a dejar un poco de aire entre lección y lección para que el protagonista se empape de otra vida. De otros sentimientos, casi todos nuevos. Y, por supuesto, de otra forma de ver las cosas. Aquí arrancan los caprichos por cada jovencita de la que cree estar enamorado, así como también las desventuras a las que le conduce cada encontronazo. Krúdy nos deleita con ese primer retrato en el que un joven Simbad trata de rescatar del ahogamiento al Papa Gregorio, el muchacho jorobado con el que comparte estudios. Por mucho que lo que divise sea el cuerpo flotante de este último en el lago y el sueño de valentía y heroísmo que, a su manera, le permite caer en brazos de una muchacha. O eso es lo que creemos; en realidad, Krúdy no tiene problema a la hora de adelantar el reloj de sus historias y colocarnos ante un ya más que adolescente Simbad que necesita de las ayudas de sus preceptores para cortejar a una actriz de teatro. O a una mujer de la que se ha encaprichado. O en la que ha depositado esa sensación de tiempo detenido, del placer de vivir, que momentáneamente congela la velocidad con la que se suceden los años y las edades.

Desde luego, este Simbad, más que aventurero, es un personaje melancólico. Embriagado por una juventud y sus dificultades (todas esas primeras veces que se agolpan entre la adolescencia y la incipiente madurez), por los recuerdos y la calidez que le devuelven aquellos tiempos. No son pocas las ocasiones en las que Krúdy viene y va sobre un mismo personaje; esa mujer, por ejemplo, que ante la velocidad con la que se sucede todo ha elegido marcar su piel como un inútil intento por evitar los estragos de la edad. O esa otra que escribe una carta al protagonista porque necesita que se produzca el reencuentro que sirva para tirar abajo la vida mediocre, el matrimonio con un médico rural (como Bovary), que ha traído muchas cosas pero ninguna de ellas la felicidad. Ay, la felicidad se escurre entre los dedos de cada personaje, así como también el amor o el dulce paso de una juventud en la que Krúdy identifica el placer.

Tanto es así que un Simbad ya maduro, tanto como su creador, no tendrá empacho en reconocer que lo único que le interesa es la juventud. Recuperarla, atraparla, regresar, convertido en fantasma, a aquella edad tan maravillosa. Es posible que de sus aventuras conozcamos lo justo, la anécdota o la nota al margen, pero nunca nos cabe la duda de todo lo que Simbad ha amado. Y, en consecuencia, de todo lo que echa de menos. Como dice Adan Kovacsics, el personaje escrito por Krúdy es un Quijote interior, que remueve en lo más profundo de su alma para encontrar los gigantes y los molinos de su pasado. Para percatarse de la fragilidad de la memoria y de la fugacidad con la que los placeres y los enamoramientos pasan por la vida.

En uno de los relatos más hermosos, nos encontramos con Simbad perdido en Turquía, en busca de una pastelera a la que no pudo olvidar. Es tiempo de fantasmas, también para el amor, así que lo que queda de ella se remite al recuerdo de una hija. De esa hija que, a pesar de llevar su foto en un medallón, es incapaz de reconocer en el rostro anciano de Simbad al que tantas veces le contaron que era su padre. Un aventurero, un marino, un héroe de otro tiempo. Y, definitivamente, un fantasma que, con tanta ironía como tristeza, nos deja caer relato a relato que su tiempo, definitivamente, ha pasado. Es por eso que Krúdy se vuelve más mordaz conforme afronta los últimos textos de su criatura. Le da por imaginar una Enciclopedia del amor, preparar en esta tarea a uno de los hijos de Simbad y reducir a su héroe a la condición de fantasma, eso sí, sin sábanas ni cadenas. De los que se le aparecen a antiguas amantes para conseguir, al menos, evocar aquellos tiempos de felicidad y juventud.

De Gyula Krúdy se decía que nunca escribió un texto que estuviese de más, una palabra que no hiciese falta. Y lo cierto es que uno se acerca a sus relatos de Simbad con la sensación de que lo que latía en ellos era la necesidad de vivir, de recordar (y contar y, también, fantasear) todas esas cosas que se arraciman en nuestra juventud. La época lo inspiraba, sin duda. A la memoria de Europa aún le quedaba espacio antes de que el horror de la primera mitad del Siglo XX acabase con casi todo. Probablemente, de Simbad siempre recordaremos sus amoríos como la clase de historias que nos contamos para reverdecer laureles; para mirar con un poso de nostalgia todo lo que fue, lo que pudo ser y lo que no tuvo tiempo para ser. Esos momentos, comprimidos en las primeras etapas de nuestra juventud, en los que la vida se abre camino. De Krúdy, en cambio, nunca olvidaremos su facilidad para evocar eso tan difícil en la literatura: la alegría de leer. De vivir a través de cada palabra.


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