Granta 4: Agua (Galaxia Gutenberg) | por Juan Jiménez García

Granta 4: Agua

El agua es el principio y fin de todas las cosas. Del agua venimos, en agua nos convertimos y al agua volvemos, de algún modo, de alguna manera. Parte fundamental de nosotros, símbolo de tantas cosas, lugar de recuerdos, como la infancia. El número cuatro de la revista Granta (editada por Galaxia Gutenberg) está dedicado al agua, vista como tantas cosas. Tantas como escritores participan en ella, que son muchos. Tantos como escrituras.

El agua como magdalena evocadora de recuerdos ligados a la infancia se convierte en la base vertebradora. Quizás solo sea una cuestión de azar, pero el azar a veces es la explicación simple de otras cosas que se nos escapan. Ya en el texto de apertura, escrito por Claudio Magris (Acerca del mar), encontramos esos recuerdos que van desde el nacimiento (el suyo) hasta la muerte (de su mujer), con Trieste ahí presente, con el Mediterráneo y con el norte más allá, esa Europa que se convierte en otra cosa porque la luz es otra y también el agua. En ese mismo espacio de la memoria se instala Rebecca Giggs con La caída de la ballena, el relato de la devolución al mar de una yubarta varada en la orilla de la playa. O La canilla, de Cynthia Rimsky (todo se confunde y lo que puede ser memoria tal vez solo sean falsos recuerdos y recuerdos premeditadamente falsos). El lago, de Lydia Davis, son varios años en una campamento de verano convertidos en sensaciones, en impresiones, en fragmentos de ese todo. Y algo así, cambiando campamento por una hacienda, La Oculta, es El ahogado más triste del mundo, de Héctor Abad, evocación de la familia y del agua, siempre ahí. Tal vez por eso, en Meandros, recopilación de respuestas a tres preguntas (no siempre o casi nunca respondidas) formuladas a multitud de receptores, acabe siendo tan a menudo una evocación de la infancia y el mar.

A veces, esos recuerdos, esa evocación, se enturbia o nos lleva a otros mares. En Ana y el agua, de Carla Guelfenbein, la piscina es el lugar del primer amor y la libertad en tiempos de la recién estrenada dictadura chilena. Y el germen de la tragedia y la decepción. Nadar en las Galápagos, esas islas lanzadas a la inmensidad del océano y convertidas en último lugar de la tierra, es el origen del texto de Gabriela Alemán, que repasa su historia y lo que ellas representan. Como lo que representan los barcos y la pesca en el África occidental, en un artículo de Anna Bahkhem. Mientras, Patricia Highsmith, en Escena de un crimen, encuentra a su Ripley a la orilla del mar, avistado desde la ventana de un hotel italiano y para siempre sin nombre. Y Bruce Chatwin conversa con la señora Mandelstam en un fugaz y encantador relato, que es todo misterio porque todo es desvelado y está a la vista.

El agua que está presente, el agua que cae, el agua transformada en lágrimas, es la protagonista de relatos como los de László Krasznahorkai (Una vez en la 381, sobre la deriva), Marina Perezagua (Busco un hombre, siendo esa búsqueda también la de la escritura),  Santiago Roncagliolo (Llorar es lo normal, sobre la brutal irrupción de la paternidad en una vida medida) o Basilio Baltasar (Nunca hubo 300 años, relato policiaco que se nos invita a leer en clave política). Pero no todo es presente o pasado memorable. Está también la antigüedad (Orión, de Jeanette Winterson) y un futuro posible en la Tierra y también Marte (Eduardo Lago y su Save the robots).

Hay más y no se puede llegar a todo aquello contenido en este número, porque como ese agua, se nos escapa entre los dedos, fluye, va más allá y no se puede encerrar en unas pocas palabras, siempre insuficientes. Ese agua tiene un significado diferente para cada uno de nosotros y ni tan siquiera es siempre de atracción (ver Enrique Vila-Matas) o la evocación de un horizonte azul con principio (y no siempre) pero con final (quién sabe). Para cada cual significará un espacio y no siempre físico. Pero siempre será ese principio y fin.

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