Los perales tienen la flor blanca, de Gerbrand Bakker (Rayo verde) Traducción de Maria Rosich | por Óscar Brox

Gerbrand Bakker | Los perales tienen la flor blanca

Bastan unas pocas hojas para observar cómo en el mundo literario de Gerbrand Bakker todo parece encontrarse a muy poca distancia. Son sus palabras sencillas las que nos acercan hasta esa vida rural de una familia holandesa. Las que nos hablan de los gemelos Klaas y Kees, su hermano Gerson y sus juegos de verano. Las que desgranan sus pequeñas intuiciones, sus temores y anhelos, envueltas en miradas curiosas y sentimientos profundos que poco a poco toman forma. En apenas unos años de vida, los suficientes para alcanzar la adolescencia, han tenido que lidiar con la ausencia de su madre. Con esa primera impresión de amargura que las palabras infantiles ocultan tras el anhelo de un regreso. Ese mismo deseo que reproduce su frustración al no poder identificar el timbre con el que la madre sella las tarjetas de felicitación. Porque todavía son niños, y no es necesario que llamen a las cosas por su nombre. Porque a Italia, el país donde supuestamente se encuentra, se puede llegar en coche, y en el mapa de carreteras las distancias siempre parecen más pequeñas de lo que en realidad son.

Los perales tienen la flor blanca narra la vida de esos tres hermanos y su forma de afrontar las tragedias que tarde o temprano se ciernen sobre su familia. La escritura de Bakker es una suerte de refugio, un espacio construido con las sensaciones de sus protagonistas. Con el tacto, los olores, los sonidos y las palabras dichas. Ante las desgracias que asolan a sus personajes, no cesa de mostrarse comprensivo, de acompañarles en su dolor y su tristeza. De alguna manera, Bakker nos hace testigos de ese primer desgarro, de esa herida que ha resultado más profunda de lo que se esperaba, que altera por completo la percepción de las cosas. Que, de golpe, aporta una dimensión diferente al tiempo pasado, a la rutina de los días de verano y a los gestos distraídos que no tenían importancia. De forma sencilla, con esa delicadeza con la que el autor holandés pinta la perspectiva de la muerte en la vida de sus personajes. Con la franqueza con la que sus palabras conceden un espacio para desahogarse, para liberar la voz interior de cada uno de ellos y confesar los secretos de una intimidad cada vez más presente.

Cuando Gerson pierde la vista a causa del accidente de coche que sufren los tres hermanos y su padre, uno tiene la sensación de que la prosa sencilla de Bakker ha trabajado desde la primera página para persuadirnos de la importancia de ese ambiente. De cómo, tras el accidente, todo cambia para siempre. Los juegos, los afectos y las personas. Y fruto de esa narración tan directa y despojada, lo que la novela explica es la lucha por aceptar ese sentimiento de madurez que se impone con la tragedia; la comprensión, la tolerancia a la frustración y el dolor. Si los primeros gestos, los que presentaban la vida de Klaas, Kees y Gerson, eran distraídos, volátiles como todo lo que acontece durante la adolescencia, las secuelas del accidente los convierte en titubeos y murmullos. En palabras que, por primera vez, se piensan mucho antes de decir. Porque la relación con su hermano ha cambiado, y quizá Klaas y Kees han perdido una pizca de su identidad junto a la ceguera de Gerson.

Bakker describe cada situación con calma, apurando cada palabra para evitar caer en la tentación de sobredimensionar las cosas. No en vano, el accidente de Gerson deja al descubierto que ya no sirven las estrategias que todos ellos ponían en práctica para paliar la ausencia de la figura materna. Porque ante esa oscuridad completa, ante esos ojos vacíos, el tiempo actúa borrando lentamente las imágenes. Esas imágenes que siempre pensamos que no envejecerán. Los rostros de Klaas y Kees, ahora convertidos en surcos, pequeñas depresiones y agujeros. El color de la flor del peral, la ruta hacia las lápidas que están a pocos metros de la casa, el sabor del desayuno, la comida y la cena, los gestos del perrito Daan. Todas aquellas cosas que amontonamos en la memoria sin saber que algún día podemos perderlas, que tal vez no volvamos a ver. Ese olvido contra el que no cabe resistencia efectiva, porque es como bracear a la desesperada en la corriente. Tarde o temprano bajamos los brazos y aceptamos que desaparecen, que nosotros también desapareceremos,  y que ante eso solo cabe buscar otras formas de recordar. Construir un nuevo refugio con palabras, una nueva memoria que no solo se alimente del pasado.

Lo que resulta conmovedor de este pequeño libro es la atención de su autor sobre cada cosa. Sobre ese drama que no consigue taponar la vocecita interior de sus personajes (incluido el perro de la familia). Esos monólogos imaginarios que marcan la transición entre un capítulo a otro. Que narran la reacción ante el dolor de los demás; la comprensión, la vergüenza, la irritación, la fidelidad, el afecto que no se agota. El inconfundible sentimiento de amor hacia una vida. Y en verdad resulta hermoso que Bakker no escatime ese enfrentamiento cuerpo a cuerpo con los temores de sus personajes, con las pérdidas repentinas y los recuerdos que hablan del color de las flores y los pasos en mitad de la oscuridad. Porque, de alguna manera, son esas voces infantiles las que enseñan nuestra forma de comportarnos ante las ausencias, de interiorizar la tristeza y aceptar que, a veces, la vida no camina en línea recta. Se tuerce, se desvía, incluso da unos cuantos pasos hacia atrás. Pero continúa. La escritura de Gerbrand Bakker contiene esa lección humana que acontece mientras vivimos. Ese aprendizaje continuo, esa lucha infatigable para evitar que los recuerdos envejezcan demasiado temprano. Que todo se vuelva negro. O invisible. Que se nos olvide el color de la flor del peral, el tono de voz de la persona a la que queremos, el tacto, el olor… esas sensaciones que a veces tratamos distraídamente. Todas aquellas palabras con las que su autor compone este doloroso retrato de familia que, en definitiva, no es otra cosa que un canto a la madurez. A crecer, a aprender a acortar la distancias. A llamar a las cosas por su nombre. A confiar en que, pese a todo, siempre habrá un vínculo inextinguible, fraguado entre hermanos, entre juegos, paseos, palabras, afectos y recuerdos. Un refugio en el que seguir existiendo.


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