Pedigrí, de Georges Simenon (Acantilado) Traducción de Núria Petit | por Juan Jiménez García

Georges Simenon | Pedigrí

La obra autobiográfica de Georges Simenon es extensa, muy extensa, pero tal vez,  entre toda ella, hay tres libros emblemáticos. Tres libros atravesados por la muerte, tres libros muy diferentes. En el tiempo, en el propósito, en el estado de ánimo: Pedigrí sería una ficción sobre su infancia y juventud, tras un diagnóstico (errado) que le daba dos años de vida; Carta a mi madre  está escrita dos años después de la muerte de esta; Memorias íntimas, tras el suicidio de su hija Marie-Jo. Los dos primeros bajo el signo de la madre, los dos últimos bajo el signo de la culpa. O la duda. Como hijo, como padre.

Pedigrí sufrió un lento proceso hasta encontrar su forma definitiva. Tras diagnosticársele dos años de vida, Simenon decidirá escribir sobre él para dejárselo a su hijo, entonces un crío. Las cien primeras hojas se publicarán con el título de Je me souviens en 1945, pero, tras el consejo de Andrè Gide, la obra sufrirá una cambio decisivo. Pasará de la primera persona a la tercera, se convertirá en una novela y, con ello, el escritor asumirá su vida como una ficción poética, en la que casi todo es cierto. Y así será. Simenon se muestra escéptico en los intentos de desentrañar su biografía a partir de Pedigrí, pero tan cierto como que hay infinidad de elementos tomados de esa vida también encontramos otras ausencias notables (por lo pronto, su protagonista, Roger Mamelin, es hijo único, borrando de la historia a su hermano pequeño). Pedigrí debía tener continuación, detenida en sus quince años y el fin de la guerra, de la primera, pero cansado de demandas judiciales se quedará ahí.

Aunque trata de esa infancia en Lieja y de los primeros años de su juventud, el libro no dejará de ser el libro de su madre. Es sus dos primeras partes (de tres), coincidiendo con su infancia, será ella el personaje omnipresente. Sí, está el padre, Désiré, su trabajo, su numerosa familia, su relación con esta familia, en especial con su madre, la abuela de Roger, pero la presencia de Elise será constante, tal vez porque su personalidad, su complicada personalidad, se impone al resto (más adelante, el escritor dirá que ella es uno de los personajes más complejos que ha conocido). Decimotercera y última hija de una familia rica hundida en la miseria, tiene en sí todo las manías y todo el hambre del mundo. Su existencia estará marcada por la necesidad de sobrevivir a todo y a todos, por una intuición permanente de las desgracias, por una preocupación constante por el futuro. Su futuro.

En Carta a mi madre (un libro revelador si se confronta con este), Simenon, ante la muerte de ella, no está muy convencido de haber sido justo en el retrato que trazó en su momento. Paradójicamente, buena parte de este queda reafirmado en el otro, pero sin duda no puede evitar una cierta sensación de injusticia frente a una mujer cuyas circunstancias desconocía pero con una vida marcada por esa obsesión por resistir, por ser la última, como una especie de venganza frente a un destino que no le fue propicio. Roger vivirá eternamente vigilado, milimétricamente cuidado, por esa mujer frágil pero indestructible, puro nervio, siempre alerta, siempre desconfiada, junto a un padre que solo quiere una vida tranquila, en la que nunca pase nada.

En esa infancia marcada por un puñado escaso de calles, por las familias paterna y materna, por sus tragedias personales (alegrías no hay muchas), un ambiente triste, gris y solitario, el paso del tiempo vendrá marcado por otras cosas. Como cuando empiecen a alquilar habitaciones, y su mundo se llene de la vida de los otros, de los inquilinos, que no serán ajenos a las obsesiones maternales y acabarán con ese no necesitar nada paterno, pero que aportarán un poco de luz en su oscura monotonía (mejor: atonía). Y todo se romperá en pedazos cuando Roger empiece a abandonar la infancia para encontrarse con una primera juventud. Ya no será solo una cuestión de edad, sino también la llegada de la guerra y la invasión alemana.

En la tercera parte del libro, Roger logrará despegarse de la madre para vivir una vida propia y no demasiado heroica. Será su descenso a los infiernos, ese descenso que su madre parece haber siempre temido (pero ella desconfiaba de todo y, antes que nada (le reprocha), de él, de su hijo). La escuela ya no le interesa y solo le preocupa su falta de todo, su miseria, su hambre. Y las mujeres. Serán sus años crueles. Para consigo mismo y para con los demás. No es algo para sentirse especialmente orgulloso y no se siente. Las más de las veces se creerá ridículo, pero es un sentimiento más entre todos. Las discusiones con su madre serán constantes y se dirán las peores cosas, mientras el padre será siempre el mismo: un hombre tranquilo.

Pedigrí, por sus características, podría considerarse un libro aparte en la obra de Georges Simenon, pero no lo es. No lo es porque la obra de Simenon no son solo las novelas de Maigret o algunas otras policiacas, sino que su obra es de una complejidad y diversidad inmensas. Algunos de sus personajes salieron de su vida, algunas de sus historias también. En la novela está la misma preocupación que alimenta su obra: las complejas relaciones entre las personas, la complejidad de esos mismos personajes. Aquello que late bajo unos cuerpos comunes, que nos cruzamos todos los días. Por utilizar una palabra de Georges Perec, lo infraordinario. Libro de una extraordinaria intensidad, de una poesía de lo común, de una fuerza arrolladora en esa calma de días que pasan, que pasan con sus temores, pequeños descubrimientos, desilusiones,… Y por eso, al final, Pedigrí será un libro sobre la madre: porque es la madre la que recoge esa inquietud, el recipiente de nuestros temores, de nuestros miedos más íntimos. Nuestra genealogía y la constancia de ella.

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