Delincuentes de medio pelo, de Gene Kerrigan (Sajalín) Traducción de Damià Alou | por Óscar Brox

Gene Kerrigan | Delincuentes de medio pelo

La novela criminal está repleta de atracos que salen mal, secuestros que terminan de la peor forma posible y situaciones que nunca funcionan como se espera. Para muchos, se trata del carburante con el que poner en marcha el relato. Para otros tantos, una manera de ilustrar el ambiente y el aroma de derrota que envuelve al mundo del lumpen; en especial, cada vez que una novela abarca tiempos difíciles. Paradójicamente, Gene Kerrigan traslada la acción de Delincuentes de medio pelo a un momento de relativa paz social en una Irlanda en la que la sombra del IRA es demasiado alargada. Época de bonanza, sí, pero no para todos. El crimen de siempre, el de toda la vida, nos dice Kerrigan, vive otro episodio de recesión. Atento a cualquier oportunidad para dar el golpe, sacar tajada y conseguir un pellizco lo suficientemente grande como para pasar unos cuantos años sin molestarse. O eso, al menos, es lo que parece sugerir la decisión de Frankie Crowe cuando plantea a sus compinches llevar a cabo un secuestro rápido.

Para Kerrigan, lo que define a un criminal como Frankie es ese sentimiento de pertenecer a un estrato inferior, incluso, dentro del violento submundo al margen de la ley. Se puede ser un ladrón, un ratero o puro músculo reclutado para intimidar y extorsionar, pero siempre queda pendiente la cuestión del orgullo. Del estatus entre delincuentes. Y el de Crowe, en una clara asimetría con respecto a la realidad, se encuentra por las nubes. De ahí, pues, que desde el asalto frustrante que tiene lugar durante la primera escena del libro Frankie se convierta en una bestia asolada por sus debilidades y por la necesidad de llegar a ser algo más de lo que realmente es.

La Irlanda de Delincuentes de medio pelo se divide en varias capas, casi todas desconectadas entre sí, salvo cuando deben cooperar necesariamente ante cualquier embate inesperado. La de Justin y Angela Kennedy, los objetivos de Frankie y su banda, es una comunidad cerrada alrededor de la libertad que concede una buena conexión con las esferas políticas y un trabajo de ingeniera jurídica para bancos e inversores; en breve, son hijos de una Europa felizmente neoliberal. La de John Grace y Nicky Bonner, dos de los policías del relato, es una tierra violenta y expeditiva, en la que se puede elegir seguir las normas (como hace Grace) o vivir como en los tiempos de plomo y coches bomba (como hace Bonner). Y, finalmente, la de Crowe y sus socios es una Irlanda que sobrevive a los cambios estructurales. En la que se vive, se muere, se entra y sale de la cárcel, pero nunca se deja de delinquir. Tal vez, pensamos, porque es el camino más corto para diluir ese innato sentimiento de miseria y frustración.

Kerrigan, como anteriormente demostrara en La furia, es un narrador ágil, concentrado a la hora de poner en situación al lector y aplicado cuando debe sintetizar contexto, historia y acción. Virtudes, quizá, heredadas de su trabajo como periodista. Quizá, también, de su conocimiento del medio. De los barrios, de los pubs y las caras sonrojadas de sus eternos parroquianos, del desdén que inspira el crimen a pequeñísima escala o de la grasa que deja el pescado rebozado cuando lo comes, rápido y mal, en un puesto callejero. Eso es lo que inspira (a) su escritura, así como la impresión de que corren tiempos extraños para entender las reacciones humanas más naturales: el orgullo, la vergüenza, el terror o el instinto de supervivencia a toda costa. Porque, a la larga, es ese el catálogo de comportamientos que describe su novela. La situación de callejón sin salida a la que se ve abocado Crowe y la escalada de violencia que elige como única escapatoria posible. El horror que envuelve al rapto de Angela Kennedy mientras, en su fuero interno, realiza un rápido examen de conciencia sobre una vida acomodada, la suya, repleta de luces y sombras. Los cálculos de una policía que observa en cualquier caso con una mínima notoriedad mediática una oportunidad para medrar sobre los altos cargos.

En Delincuentes de medio pelo todo sale mal porque es así como funcionan las cosas. Los disparos de la policía siempre dan en el blanco humano y las locas evasiones terminan cuando un vecino marcado por el odio del pasado zanja lo que se ha convertido en una deuda de honor con un viejo amigo. Y Kerrigan lo cuenta con tanta convicción que no se le pueden poner pegas. No en vano, ese factor humano con el que barniza a sus personajes, padres acabados que tratan de vender un exilio a Ciudad del Cabo, las Canarias o Inglaterra como la mejor decisión posible. Maridos violentos que han perdido sus vínculos con una realidad más o menos cercana. Criminales simples, fracasados, cuya venganza es planificar grandes golpes de catastróficas consecuencias. ¿Qué otra cosa se le puede pedir a la novela criminal contemporánea sino la de ejercer de espejo deformante de nuestros deseos y aspiraciones? El mundo ventajista y voraz que Kerrigan plasma en sus páginas es, pues, el último testimonio de una sociedad que, por muchas grandes palabras y buenas intenciones, nunca acaba de funcionar del todo. Como tantos golpes frustrados al sueño de una vida mejor. Más rápida y más sencilla.

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