Pequeño país, de Gaël Faye (Salamandra)  Traducción de José Manuel Fajardo | por Dara Scully

Gaël Faye | Pequeño país

Una mano sostiene en su palma una luz. Una mano pequeña, dorada: mano de niño, mano inocente que juega. Gaby conoce la belleza, el sabor fresco de los mangos en la boca, las canoas que se deslizan por el río. La risa, una risa abierta como el vuelo del pájaro, el grito salvaje de la infancia. Su vida es ternura y juego, deambular con los que son como él, los muchachos del callejón, a salvo de la barbarie. Su mirada se desliza con indolencia sobre las cosas, hay en él cierto egoísmo inherente, el de quien ha tenido a su alcance lo que deseaba, quien ha dormido con canciones de cuna protegido de la tormenta. Un hijo de blanco en un país de negros, un hijo que hasta entonces ha obviado sus raíces. Las de la madre, que escapó de Ruanda, nariz afilada, paso elástico y esbelto: una tutsi. Las del tío y la abuela, deseando siempre el regreso, la liberación de los suyos en un país hermoso que se volvió contra ellos.

La guerra le queda lejos a Gaby. Su horizonte es el callejón, el río, la risa de los gemelos o la ferocidad de Gino. Las cartas que una muchacha le escribe desde Francia. Está al borde de la infancia, y la apura hasta el último resquicio, se aferra a la inocencia, al temblor, a la risa despreocupada del pájaro. Aunque el rumor de la calle ascienda, un rumor pegajoso, cruel, que anuncia el miedo. Que llega cuando la madre se va, aunque entonces aún no lo comprendan. Ni Gaby ni su hermana, ni los otros niños que no han visto nunca la sangre. Que no han palpado el coágulo, su densidad lenta, el olor que se filtra por las paredes. Ese que conoce tan bien la madre, que temen más allá del callejón, que parece flotar como una voz opaca sobre las calles. El lenguaje afilado de la guerra, de los cuerpos apilados en las cunetas, de la muerte que atraviesa los rostros como un golpe seco.

El callejón hace su barricada, pero ni siquiera la inocencia está a salvo. Y serán los propios niños los que permitan la entrada del murmullo, su conciencia que comienza a despertar, el peso brutal de las raíces. Porque, aunque quieran, sus antepasados tiran de ellos. Aunque deseen el juego y el río, la indolencia lenta de los veranos, las voces de sus muertos los apremian. Apremian a Gino, el amigo al que Gaby toma de la mano; lo aguijonean hasta despojarle de la infancia. Muerden a Armand, que se manchará las mejillas con la sangre de su padre. En un país que se quiebra, que abre en dos su carne, que devora como un fuego feroz, ni siquiera ellos están a salvo. Aunque sean los hijos de los blancos, los extranjeros, los niños mimados desde su primera lágrima. Aunque tengan la tripa llena de mangos, la boca dulce, una promesa futura. El temblor es inevitable. Fuera, en las calles, en ese país que se desmorona, la sangre se desliza hasta cercarlos, moja sus pies desnudos, sus lenguas, el fondo mismo de sus pupilas. Comprenderán, y el golpe les dejará una marca indeleble en la carne, un peso que llevarán con ellos hasta que sus huesos regresen a la tierra.

Pequeño país es una joya pequeña y hermosa, igual que la luz que Gaby guarda en su mano. Deseamos sostenerla, redondearla como a una piedra de río, que nos acaricie con sus bordes. Creemos en su ternura, jugamos con ella, saboreamos también el frescor del mango, el tacto de la fruta, su peso. Pero en su filo esconde el tajo que nos atraviesa. Miramos nuestra propia sangre con asombro; también nosotros nos creímos inmunes. A salvo en la luz y la belleza, lejos de los países en guerra, de las luchas étnicas, de los gobiernos brutales que nos destrozan. Como Gaby, creímos que la luz nos cubriría como un manto, y nos miramos la palma extendida, la herida de las raíces, de las matanzas, una herida de tierra apaleada, pies sucios y descalzos, refugiados que deben huir para salvarse y sin embargo, llevan siempre con ellos el tajo abierto. Aunque sane, la herida se vuelve reflejo, se expande, los sigue allá donde la vida los dirija. Algunos, como la madre, serán devorados por la gangrena. Otros, los que alcanzaron la quietud en otro país, sentirán el escozor de su propia infancia, un recuerdo mudo y poderoso que les hará volver el rostro, buscar su tierra arrasada en cada mapa. Como Gaby, que pronuncia Burundi en voz baja, como un canto que trasciende las distancias, que le lleva finalmente al regreso, al callejón que ya no reconoce, la antigua casa, la vida que fue, inevitablemente, anegada por la sangre.

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