Tambor de arranque, de Francisco Bitar (Candaya) | por Héctor Tarancón Royo

Francisco Bitar | Tambor de arranque

¿Cuál es la relación del sujeto con su entorno? ¿Qué moldea a qué? ¿Somos nuestros objetos al proyectar en éstos nuestras ilusiones? ¿Qué tipo de relación establecemos entonces con los demás? ¿Cuál es el papel de estas relaciones en el tiempo? Y, sobre todo, ¿cómo se conjugan con la nostalgia y la levedad existencial? Estas cuestiones, más retóricas que directas, resultan fundamentales a la hora de leer, e interrogar, la historia que se despliega en Tambor de arranque, de Francisco Bitar, una de las últimas publicaciones de la editorial Candaya, la cual mantiene así su interés editorial por el realismo y el papel del tiempo dentro de la levedad existencial: los recuerdos perdidos (Anatomía de la memoria), el trauma no superado (Autopsia), la violencia irracional de la Historia (El anticuario), el tiempo loco y desenfrenado (Invasión) y, por poner otro ejemplo, el horror de la infancia (Campo rojo).

No obstante, esta línea trazada en torno al realismo y al tiempo, forzada quizá al admitir otras muchas interpretaciones y variantes, se despliega de una forma particular en la obra de Bitar, que en tan sólo noventa y cuatro páginas da cuenta de la pérdida de sentido vital, de la levedad y la fragilidad que suponen ya tan sólo existir: «es importante que los primeros años de tu hijo sean años de pobreza familiar, como los primeros años de cualquiera» (p. 11). En efecto, esa frase supone el inicio de la historia y, sin embargo, dice del resto mucho más de lo que parece: desasosiego, decepciones, estilo indirecto, sobrio, de cierto desapego por peligro de morir de tristeza y, por supuesto, una pobreza material equiparada a la espiritual general. Bitar establece, así, un diálogo sutil sobre la levedad de la vida, sobre la posibilidad de los detalles, de los gestos, de explicar toda una escena. Y ahí reside, diríamos, uno de sus grandes aciertos: la voz del narrador, al mantener cierta distancia, realiza una descripción muy pictórica, audiovisual, de los hechos, lo que hace que dentro de cada escena se superpongan otros. Aún más, si los objetos o los recuerdos van superponiendo capas de significados y de sentimientos, el estilo, también, combina sin ningún tipo de aviso diferentes sujetos y tiempos, algo que recuerda a novelas como Un buen chico, de Javier Gutiérrez, y que intensifica, a todas luces, el mensaje, el dolor del protagonista.

Por otra parte, y de manera complementaria, ese carácter poliédrico, profundo y distanciado, se combina también con la estructura formal de la novela: los diferentes capítulos de las dos partes (una dedicada a la vida en familia, otra al individuo en la fragilidad) se conforman como autónomos, es decir, como relatos, diríamos, de una “obra mayor”, por lo que el orden de lectura, y las consecuencias formales que de ello se desprende, es libre, puesto que hasta el final, o viceversa, no se dan las “posibles claves” para desentrañar tal o cual hecho en la sombra. No obstante, en algunas ocasiones ocurre que en la novela las expresiones locales argentinas, al no contar con pies de página o aclaraciones, dificultan la lectura, al igual que ocurre con cierta ausencia de reflexiones más profundas o imágenes más poéticas que, contrastando con el estilo, habrían otorgado más fuerza al discurso.

Pero no todo es malo porque, aunque los objetos, la nostalgia («veía pasar en el interior de los autos las caras iluminadas por los tableros encendidos. No había una sola que no le pareciera una vida extraordinaria, emocionante de ser vivida», p. 42), desde punto de vista benjaminiano, no hayan cumplido la promesa de felicidad, los protagonistas, los ambientes, luchan por salir hacia delante, por comenzar de nuevo: «que está bien hacer planes cuando el mundo se viene abajo» (p. 90). En última instancia, Bitar nos ofrece un relato breve, pero intenso, sobre el poder de la vida para ajusticiar, inexplicable e injustamente, a ciertos individuos, y de cómo a pesar del arrepentimiento y del hundimiento, la vida ofrece nuevas vías, caminos, aunque surjan éstos después de sacrificarlo todo: «aprende el fuego / la lección de las aguas: / lame su herida» (Juan Antonio González Fuentes, Memoria [Antología poética, 1989-2015]).

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