El rebelde Josey Wales, de Forrest Carter (Valdemar). Traducción de Marta Lila Murillo | por Óscar Brox

Forrest Carter | El rebelde Josey Wales

Sin duda, la Guerra Civil supuso uno de los golpes más difíciles de encajar para la poderosa América. Y no solo por lo que tuvo de fratricida, de despiadada, de Norte contra Sur, sino por la desesperanza que dejó a su paso. Por los años salvajes que ahondaron en la división, en la supervivencia como bandera, en el pillaje y el asesinato como recompensa a unas vidas truncadas definitivamente. Rotas por la Guerra, por el enfrentamiento y por la pérdida de un hogar al que ya no podrían regresar. Unos años que alumbraron pequeños mitos tan rojos como la sangre derramada a su paso, sí, pero que también reconocieron el tiempo de derrota y falta de esperanza que ponía aún más difícil la reunificación del territorio. Para Forrest Carter, aquella época destacaba por su ambigüedad moral, en la que lo bueno y lo malo variaban según el prisma y la situación. En la que los pistoleros se llamaban a sí mismos guerrilleros y los fuera de la Ley escapaban a Texas del marcaje estrecho de sus perseguidores.

Con Huido a Texas, Carter se propuso sintetizar aquel tiempo de bajas pasiones y supervivencia en la figura de uno de esos pequeños mitos a los que aludíamos; de una figura que estuviese a la altura de los hermanos Frank y Jesse James, cuya historia permitiese moldear el temperamento de la época. Y Josey Wales, rebelde, forajido, guerrillero, representaba ese papel. El del fugitivo, pero también el del hombre herido por la Guerra, cuyo hogar arrasado suponía un punto y aparte. Perfilaba no solo un carácter amoral, crudo y pragmático, sino también la renuncia a pertenecer a una América herida de muerte por su refriega fratricida. Una patria debilitada, en suma, que invitaba a creer en el fuego de las pistolas, las noches al raso y la lealtad entre bandidos como, tal vez, los últimos atributos de una condición humana corrupta y degradada. Así, en la primera de las dos novelas editadas por Valdemar, Carter concentra el peso de la narración en el camino al Sur que emprende Wales, primero con su joven acompañante y más adelante con un cheroqui. Si la muerte de Jamie, brazo derecho del forajido, recuerda el terreno peligroso en el que se ha convertido el Oeste americano, el hallazgo de Lone supone la última parada en la travesía de Wales. La voz que le conduce hacia una nueva vida, hasta la posibilidad de un hogar que le permita olvidar aquel que devoró el fuego de la venganza.

Para Carter, Huido a Texas es prácticamente la historia de cómo uno de los mitos de la América salvaje recupera su antigua condición humana. La persecución de esa meta, de la lealtad y la reconciliación, que pone en evidencia el mundo de bastardos y el infierno de cobardes que ha surcado el paisaje americano con muertos y cicatrices. Y eso pese a la violencia con la que Wales dirime sus enfrentamientos. El carácter indómito, implacable, con el que su Colt 44 quita la vida a sus perseguidores e infunde un terror casi sobrenatural a todo aquel que escucha el nombre de Wales en mitad de una conversación. En La ruta de venganza de Josey Wales, sin embargo, las cosas ya son un poco diferentes. Aquí Carter construye un western aún más despiadado, una persecución sin tregua que Wales y sus hombres llevan a cabo en la otra orilla del Río Grande. En el México inestable, volcánico y salvaje, que vive con especial intensidad un tiempo en el que la Guerra y los forajidos intentan acabar con la herencia de la dominación de los conquistadores españoles. De ahí, pues, que el relato se articule en torno al pulso que, desde la distancia, mantienen el forajido americano y el General mexicano, Escobedo, que representa la vanidad, el poder y la gloria. El hambre de violencia para concretar y cimentar una expansión territorial que todavía no ha tenido lugar debido a los largos tentáculos de la política y la Iglesia. Pero que, en el fondo, está tan podrida, es tan inhumana, como estos dos estamentos, pues solo desea el poder a toda costa. Y para ello olvidará aquello que, en tiempos convulsos, sirve como amarra para sujetar las vidas de los forajidos: la lealtad, el honor, el respeto.

Este segundo western es, si cabe, aún más desesperado que el primero, en tanto que Carter aumenta la presencia de la violencia y la brutalidad y convierte el rastro que dejan los hombres del General en un rosario de asesinatos, de crueldad y terror. Quizá por ello, aquí también es menor la distancia que separa a blancos e indios, los vínculos que les unen fuera del amparo de la Ley. Y es que, parece decir Carter, aquellos son más poderosos que el anhelo de vanidad y conquista que surca el mapa de América de heridas mortales y cicatrices demasiado visibles. De ahí, en definitiva, que el retrato de Wales sea aún más matizado que en la anterior novela, convertido en mito viviente de esa otra nación que intenta vivir su vida al margen, reconstruyendo lo que la Guerra arrasó sin remordimiento alguno. Es esa una vida que encuentra su espacio a ambos lados del Río Grande, entre asentamientos indios y valles abandonados, entre el Saloon de las poblaciones aledañas y el rancho de piedra en el que criar a una nueva generación que levante, desde otras premisas, a la patria herida. Es esa una vida en la que las fronteras se trazan a partir de las personas, no de los terrenos, y cada cual halla su cobijo en la lealtad que mantiene a raya la amoralidad de la época. El gusto por la masacre y la destrucción. Y es esa lealtad, la única Ley entre bandidos, la que Forrest Carter convierte en divisa de su personaje. En el instinto, la verdad y la palabra del último forajido de América. En el deseo de recuperar un hogar devastado, allí, a orillas del Río Grande.

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