Las estatuas de agua, de Fleur Jaeggy (Alpha Decay) Traducción de Mª Ángeles Cabré | por Óscar Brox

Fleur Jaeggy | Las estatuas de agua

Al leer Las estatuas de agua, no puedo evitar recordar la pequeña evocación biográfica que Fleur Jaeggy construyó a propósito de Thomas De Quincey. El relato de ese niño que, una vez adulto, despierta de sus pesadillas para sumirse en un nuevo sueño; con el rostro velado de una apariencia de juventud. Es esa apreciación temporal, la falta de una línea divisoria que separe lo que pertenece a la infancia de lo que es potestad de la madurez, lo que concede un aire terminal al relato. O como dice uno de los personajes de Las estatuas…, “como si todo lo que en propiedad aún tiene que suceder forme ya parte del pasado”. Porque su protagonista, Beeklam, vive entre sueños, a destiempo, evadido de ese mundo que cada vez se le antoja más remoto, menos cercano. En el que las palabras rebotan recuerdos difusos, voces del pasado. La muerte materna y el padre ausente. La soledad y la falta de amparo. La serenidad y la misantropía.

Para Jaeggy, el mundo de Beeklam vive en los pequeños detalles magnificados por el paso del tiempo. En las impresiones infantiles que la memoria adulta distorsiona al volver obsesivamente sobre ellas. Está el recuerdo de la madre, la mirada del hijo que asiste impotente a su velatorio. La realidad descompensada ante lo desconocido, eso que las descripciones de Jaeggy fraguan en marañas de palabras que tarde o temprano no saben continuar lo que están contando. Como si el misántropo en el que Beeklam ha devenido se esforzase inútilmente por recuperar los fragmentos de una vida que en realidad desdeña. De la que eventualmente se ha despegado para volcar esa tormenta de pensamientos en las estatuas con las que convive en su sótano. A las que ha puesto los nombres de aquellas mujeres que pasaron fugazmente por su vida. Porque es ese sentimiento de fugacidad lo único que le queda, lo único que tal vez le importa.

Las estatuas de agua tiene en su narración breve, a ratos disociada y entrecortada, un extraño reflejo con el mundo de carencias y de experiencias perdidas en el que vive Beeklam. En él, la escritura paciente de Jaeggy parece imitar las maneras infantiles de su protagonista. Esa cualidad casi táctil, sensible, que sacrifica el orden y la razón para sumergirnos en un puñado de recuerdos arrinconados en la memoria. En voces que, de pronto, surgen de las estatuas o de la calle, en cuervos arrancados de una fábula o en personajes que comparten con su protagonista la renuncia y el desapego a la vida. La sensación de que han llegado demasiado pronto o demasiado tarde, pero ya no tienen posibilidad de rectificar la trayectoria sino de hundirse a conciencia en ese rechazo de la realidad. Alejarse, caminar sin rumbo, cortar todo vínculo con el entendimiento. Dejarse absorber por el remolino de la memoria. Alienarse. Desaparecer.

Beeklam, Victor, Lampe o Katrin son personajes a los que su autora despoja, página a página, de sus atributos. Adultos, niños, viejos, locos o solitarios que la narración reduce a palabras. A marañas de palabras. A descripciones que nos llegan como voces rebotando en la oscuridad. Que definen un vacío, el lento desapego a la vida; el cansancio y esa sensación de pérdida que arrastra el tiempo. De no poder hacer nada más, de autoextrañamiento. Las palabras, los gestos y los detalles solo hacen que erosionar poco a poco la identidad de su protagonista; reducirlo a una de esas estatuas con las que comparte soledad. Recluirlo. Aislarlo.

Ante esta obra de Fleur Jaeggy, hermética y complicada, el lector se siente partícipe de un lento proceso de desafección con respecto al mundo. Como quien rema a conciencia para perderse en lo profundo del mar o escarba en la herida hasta que rebrota la sangre seca. Pocas veces una autora prestará la poesía de su escritura a narrar con tanto tesón el cansancio de las cosas. La renuncia del mundo. El extrañamiento como divisa. Ese sentimiento de que la vida no nos va a llevar a ninguna parte. El legítimo deseo de que desaparezca evaporada en un sueño de misantropía.

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