Un altar para la madre, de Ferdinando Camon (Minúscula) | por Óscar Brox

Un altar para la madre | Ferdinando Camon

Recuerdo muy vivamente la lectura de El libro de mi madre, de Albert Cohen. Recuerdo el temblor al pasar cada hoja -el mismo, tal vez, que precedió a su escritura- y su caleidoscopio de pequeños fragmentos recuperados del fuego del olvido. Temblor, sí, ante la inconsolable tristeza de Cohen, ante ese sentimiento cuya intensidad retuerce y hace inútiles a las palabras. La pérdida y la fragilidad, el carrusel de imágenes de la madre que surcan la infancia y terminan durante la primera madurez; los gestos de ternura y el tonto despotismo que un hijo nunca sabe evitar amparándose en la ignorancia del tiempo. Porque hay tantos rasgos que plasmar en esa emoción maternal que nunca somos conscientes de que esa vida se agota.

Ferdinando Camon también se enfrentó a la hoja en blanco cuando pensó en poner por escrito un retrato de la madre muerta. De esa relación surgió esta bellísima Un altar para la madre, narración breve que publica en castellano -antes lo hizo en catalán- la editorial Minúscula. A diferencia de Cohen, la ternura de Camon aún no ha caído embalsamada por la melancolía, víctima de esa tristeza que impide a la literatura esculpir una memoria donde antes hubo una ausencia. En parte, porque el italiano describe el recuerdo materno como la posibilidad de una unidad familiar que se materializará en el reencuentro con su padre; en la construcción de un altar que simbolice a la madre y a esa bondad cuyo amor les ha salvado.

Camon recuerda a la madre con esa mezcla de pinceladas que devuelven al presente el olor de su delantal o su hablar en un dialecto de la región del Véneto que hacía del italiano un idioma extranjero; recuerda cómo cobijó a un extraño durante la guerra o cómo se agachaba a recoger del suelo los granitos de azúcar para meterlos en un cucurucho de cartón; cómo le enseñó a manejar el tórcolo o las focacce que cocinaba sin levadura. Lo banal y lo relevante se colocan en el mismo nivel, como instantáneas que devuelven trocitos y experiencias que se conjugan en pasado. Qué hermoso es ese detalle, cuando lleva a ampliar unas fotos de la madre a un estudio, y al recibir la copia se revuelve al ver que al dorso han escrito Elena. Sí, se llamaba Elena, pero en casa nunca la llamaron así; siempre fue Neni. Y como Neni, tampoco una fotografía puede recoger todo aquello que la madre significó, cada segundo de la vida y cada gesto que quedó congelado, a modo de síntesis, en esa imagen.

En Un altar para la madre, su autor huye de la memoria y el registro. En su lugar, se pregunta qué puede hacer con esa memoria, cómo transformar lo inconsolable en un acto de bondad. La bondad de Camon apunta al padre al que a veces olvidamos. Al padre que movilizaron para el combate y no se le ocurrió un pretexto mejor -antes de conocer el nacimiento de su cuarta hija que lo eximía de seguir en el ejército- para regresar a casa que inyectarse agua sucia en la rodilla; al padre que mantiene su cabeza hundida entre los hombros, que balbucea casi sin separar los labios mientras piensa en su mujer; al padre que echa de menos el olor de la polenta que preparaba para comer; al padre que barrunta qué puede hacer para no olvidar a la madre. Es tanta la ternura con la que Camon refleja al padre, con la que lo siente y lo escucha, con la que lo ama y comprende, como firme su voluntad de construir un altar con sus propias manos que represente a aquella que ya no está pero que nunca queremos que se vaya del todo.

Mi padre apenas conoció a su madre, pues murió siendo un niño en un entorno rural donde la carencia limitaba las condiciones de vida. Rebuscando entre las cajas de mudanzas y los sobres donde se guardaban algunas fotografías, mi madre encontró una imagen de mi abuela de su época de recién casada. Aunque temerosa por la reacción que podría tener, pensó en llevarla a un estudio para que se la ampliaran y así enmarcarla y regalársela a mi padre. He creído oportuno traer a colación este recuerdo personal porque pienso que refleja ese poder transformador que, en ocasiones, la bondad ejerce sobre el dolor; ese poder que convierte el estremecimiento en belleza. Me gusta pensar que Camon hace eso mismo con su obra, preocupado por desligar el recuerdo de la madre a la tristeza de su ausencia. Por eso, como el mismo autor comenta en su presentación, tanta gente tan culturalmente lejana ha encontrado algún elemento familiar en su libro. Porque se encarga de narrar, como hacía Albert Cohen en su narración materna, ese cúmulo de pequeñas cosas que, sin embargo, describen una lección imprescindible: no es la fuerza lo que salva a la humanidad, sino esa particular forma de amor que se llama bondad.


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