Sandró de Cheguem, de Fazil Iskander (Automática) Traducción de Fernando Otero | por Juan Jiménez García

Fazil Iskander | Sandró de Cheguem

Hay algo en Sandró de Cheguem de novela picaresca. No es, seguramente, que España y Abjasia estén cerca, sino más bien que en todo el mundo siempre ha habido (y hay) un momento para buscarse la vida y unos seres especialmente dotados para ello, para moverse en los márgenes de la Historia con la habilidad que dan siglos de hambre. Pero en realidad, en Sandró de Cheguem está buena parte de una cierta literatura universal. Curiosamente, aquella sobre la que se construyen los clásicos o esos clásicos enraizados en los pueblos que los sustentan. Y tras esos clásicos, siempre están unos personajes humanos, tan humanos. El Quijote y Sancho Panza, el Rey Mono de la literatura china, el Svejk de la literatura checa,… Tantos. Sandró se instala junto a ellos. Bebe de su instinto de supervivencia y de su humor. Y, entre todo, de una cierta  nostalgia, nada melancólica por unas vidas nada gloriosas pero (ese es el gran misterio) que añoramos.

En su prólogo, Iskander viene a querer decir que se quería tomar todo con humor, parodiar la novela picaresca, pero algo se le escapó. Hay que decir el libro que nos presenta ahora esa increíble editorial (y esa es la palabra: increíble) que es Automática, es una reunión de sus historias, que son muchas más, prueba de hasta donde aquello que creó en un principio con una intención, acabó convertido en el asunto de una vida (y esto se entiende mejor cuando llegamos al último relato, El árbol de la infancia). Para alguien como yo que no solo no nació en una ciudad sino que tampoco lo  hizo en un pueblo, sino en una aldea, y que fue sacado de allí a los tres años, para convertirse en otra cosa (una cosa que volvía siempre, como vuelvo de cuando en cuando, a esa aldea, que ya solo existe en mi cabeza), es tal vez más fácil de entender esta obra monumental. Entenderla en toda su profundidad, de libro de las maravillas. Libro de las maravillas perdidas.

Sí, es difícil pensar como se puede echar de menos el estalinismo o la guerra con Alemania, pero es porque se piensa en términos históricos y nos olvidamos de algo más simple, tremendamente sencillo: las personas. Y Sandró de Cheguem es un libro sobre personas, sobre personas que viven a pesar de esa historia, y que viven con la certeza de que todo pasará, hasta lo más terrible, pero ellos seguirán ahí. Y sus hijos. Y los hijos de los hijos. Como ellos siguieron a sus padres y abuelos. Y seguirán ahí aunque acaben en Moscú o más lejos. Porque hay lugares que son estados de ánimo, geografías íntimas que uno no abandona jamás. Y no solo eso: seguirán los ríos, los árboles, las montañas. En definitiva: los muertos y los vivos.

Si en los primeros relatos encontramos una visión picaresca del Taras Bulba, de Gogol, poco a poco el personaje de Sandró, ese tío del protagonista (que juega a confundirse con Iskander) siempre dispuesto a meterse en problemas y a salir de ellos con ayuda de la providencia, va dejando lugar a una obra más coral, en la que él es uno más o nadie (un espíritu que está en el aire, en todo caso). El escenario cambia pero el mundo sigue igual. El abuelo, los tíos, pastores, osos, vacas, amigos, amantes, mujeres en general, ovejas y cabras, todos van desfilando, mientras el comunismo sigue ahí, mutante mientras ellos permanecen. Stalin, ese pariente cercano, se convierte incluso en un personaje más, y las cosas no dejan de ser menos terribles porque tengan un cierto humor. Hace tiempo que sabemos que los mejores actores trágicos son los cómicos.

El caso que es centenares de páginas crean un vínculo irrompible entre ellas y nuestros centenares de días. Un destino común (sobrevivir) y un mismo gusto porque lo pequeño, aunque sea el sabor de una nuez. Echamos de menos todo aquello que no hemos tenido porque se confunde con todo aquello que tuvimos. Tal vez sea cierto que uno tiende a recordar todo lo malo, pero no es menos cierto que nada está más vivo en nosotros como aquello bueno que sucedió, aunque solo fuera una leve brisa en un día de verano, cerca del mar, y unas cortinas que se agitaban brevemente. Solo necesitamos encontrar, entre todos esos trastos viejos, ese instante en el que fuimos felices. Sandró de Chegem aspiraba a ser una novela picaresca (¡y lo es!) pero en algún momento del camino también debió convertirse para el autor en una novela sobre aquello que perdimos y que queremos, necesitamos, volver a encontrar. Para recordar quienes fuimos. Para volver a aquella aldea y a aquel invierno que bloqueó puertas y nos dejó tras las ventanas.

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