Aquí yacen (dramatis personae), de Eusebio Calonge (Pepitas, Hiru) | por Juan Jiménez García

Eusebio Calonge | Aquí yacen

Vértigo. Escribir sobre un libro que recoge, de alguna manera, tantos años de La Zaranda produce eso, vértigo. Tardé mucho en encontrarme con ellos. Hace unos años, llegó a este apartado rincón del mundo Ahora todo es noche. A partir de ahí, empezó una búsqueda a través de esos años que había perdido sin conocerlos. Gracias al denostado teatro grabado (olvidamos que el teatro es un arte presencial, pero también un arte efímero; los males menores existen e incluso son necesarios) pude encontrarme con buena parte de su obra. Gracias al teatro escrito, puede recuperar otros restos de ese inventario. Con Eusebio Calonge y sus libros no de teoría del teatro sino de práctica y sentimiento de la existencia y ausencia teatral, completar un universo, un retrato de familia. Y así como Ahora todo es noche era el inventario de tantos años del grupo, Aquí yacen es el inventario personal del dramaturgo. Como un titiritero que va sacando sus marionetas de un baúl y, con ellas, sus vidas, de nuevo expuestas ya no a la luz, sino a la penumbra.

No puedo sentir nostalgia por esos personajes porque están aún presentes. Ese encuentro tardío no ha dado el espacio, la distancia necesaria para que esta se produzca. Los hermanos Zarandinni no son aquellos que recorrieron los caminos hace ya catorce años, sino esos con los que me he vuelto a reencontrar, por tercera o cuarta vez, no hace ni tan siquiera demasiado, y cuyas palabras aún soy capaz de recordar, yo, que nunca tuve memoria. Visitar el cementerio de ilustres desgraciados de las obras de La Zaranda, es una oportunidad de encontrarlos a todos juntos, que no de reencontrarlos. Algunas de sus palabras, de sus ecos, aún están en mi cabeza en sus términos exactos. Podría decir que siguen teniendo un cuerpo y una voz, que no son solo palabras. Que en ellos puedo escuchar el latido de sus corazones cansados o agotados, pero en revolución.

Siempre pensé en el misterio en sus obras. Los personajes creados por Eusebio Calonge están ahí. Hablan, repiten como ecos de otro mundo. También de otros mundos teatrales, como el gusto por la palabra de Samuel Beckett o el gusto por la pintura y los objetos de Tadeusz Kantor. Esas palabras van construyendo diálogos que echan de menos lo que intuimos que nunca tuvieron. No sienten melancolía por el pasado, porque su presente se confunde con ese pasado y con el futuro. Están en un permanente estado de despedida, de adioses. No hay crepúsculos y su largo viaje hacia la noche no parte de la luminosidad de ningún día, sino del claroscuro. Decía: hablan, pastorean las palabras. Pensé en el misterio de sus obras. Ellos están ahí y nosotros estamos ahí. Y entonces, un instante. Un fragmento. Una sucesión de instantes. De nuevo esa palabra, vértigo. O aquella otra de Francis Bacon: accidente. Los pobres alcanzan el reino de los cielos. Transustanciación por la que las palabras y los gestos se convierten en eternidad.

¿Quién escucha al que grita desde la historia?, dice el Maestro de Homenaje a los malditos. Cada página de Aquí yacen convoca a esos muertos vivos que antes fueron vivos muertos. Vienen desde el más allá, que no deja de ser otro lugar en los márgenes de otro sitio. En esta exhumación y reducción a restos literarios el dramaturgo despliega todo su gusto por esas palabras que se nos pegan a la piel. Ese gusto por el lenguaje, material primigenio, palabra que dará vida a esos seres inanimados que esperaban desde siempre. Sus personajes son la última reducción de un caldo de humanidad más extenso, que abarca siglos y siglos, y en el que también estamos incluidos. Me releo y pienso en otro título: Perdonen la tristeza. Aunque todo este universo me ha hecho inmensamente feliz. Creer que sí, que hay un arte vivo, pero que está más allá de las volteretas y los movimientos compulsivos. Y, de nuevo, aparece una palabra religiosa: comunión. Y que el teatro existirá mientras se produzca esta y que por lo tanto existirá siempre, en una crisis eterna, porque todo lo que vale la pena está en crisis permanente, amenazado. Y de que sí, necesariamente tenemos que ser nosotros, ellos, los que reiremos los últimos.


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