Tristeza de la tierra, de Éric Vuillard (Errata Naturae) Traducción de Regina López Muñoz | por Óscar Brox

Éric Vuillard | Tristeza de la tierra

La cultura americana nunca ha renunciado al espectáculo para dar cuenta de su Historia. De hecho, podría decirse que la una no se entiende sin el otro, y viceversa. No en vano, pocos territorios han interiorizado con tanto ahínco ese fervor comercial hacia sus pequeños y grandes mitos; la representación continua de sus episodios históricos más determinantes. Así hasta cubrirlos con la bruma de la ficción y la desmemoria, convenientemente engalanados para lucir un aspecto inmejorable en el pabellón de la Exposición Universal o en el éxtasis de la barraca de feria. En ese microcosmos de pioneros del espectáculo, Buffalo Bill Cody fue uno de sus más avispados empresarios. Antiguo ranger, Cody se recicló en esa figura tan típicamente americana del entertainer, capaz de ejercer al mismo tiempo de saltimbanqui, narrador de los episodios más recientes de la Historia (la batalla de Little Big Horn, la masacre de Wounded Knee) y dueño y señor del mayor espectáculo del mundo. Tristeza de la tierra, la novela-ensayo de Éric Vuillard que publica Errata Naturae, ofrece un repaso a la vida de Buffalo Bill, el eclipse de la nación india, esquilmada, aniquilada y explotada por el salvaje hombre blanco, y la construcción de una nueva nación cimentada en la masacre y el espectáculo.

Tristeza de la tierra comienza en la Exposición Universal de Chicago de 1893. Entre el cartón piedra, los fastuosos sueños de futuro y las excentricidades que, tras el expositor y la vitrina, se venden como productos de una cultura propia. Allí la pluma del indio, como su vestuario o sus armas, es el exótico apparel de un pueblo orillado (si no rebajado) a la barraca de feria. Y aún pueden dar gracias, ya que el General Sherman prometió exterminar a todos los sioux y los caudillos del ferrocarril hicieron lo posible para acabar con ellos (empezaron por los bisontes, por cierto). Así que, en esas circunstancias, hacer de payasos del circo de Buffalo Bill resultó un mal menor. Vuillard narra el episodio vaciándolo de todo aliento épico, como si se tratase de la fría pantomima de un empresario que ha descubierto la fórmula del éxito. El movimiento y la acción de su Wild West Show son precursores del cine, de ese deseo de ver una y otra vez la misma escena: la masacre india, el ímpetu de la caballería, los disparos, golpes y apuñalamientos. Al auténtico Toro Sentado interpretando a una versión espectacularizada de sí mismo. Como otro saltimbanqui más que corre de un lado al otro del escenario, recita unas líneas de texto que en verdad nunca pronunció y se inclina reverentemente ante el público que ha pagado unos centavos por la función. Así una y otra vez.

Vuillard narra el rápido proceso de aculturación con la mirada puesta en Cody. En su habilidad para penetrar en el mundo del espectáculo y seducir a sus capitostes con los relatos del viejo Oeste; en su capacidad para abrir mercado y trasladar el show hacia Europa, en busca de la cálida bienvenida de una cultura extranjera que, sin duda, abriría los ojos como platos ante la violencia y el desparpajo de aquellos episodios históricos; e, incluso, en su carácter pionero al anticipar el sueño de tantos otros creadores (como, por ejemplo, Walt Disney) al construir de la nada su propia ciudad. Mientras Toro Sentado agoniza, mientras que es el hombre blanco el que arranca las cabelleras indias, ese antiguo ranger convertido en empresario de circo aglutina detalles, compra esclavos y construye decorados para poner en escena el relato de su tiempo. La pasión, el exceso, el orgullo y la conmiseración que son, pues, los perfectos recursos dramáticos para atraer al público hasta el barracón y dejar que la música de puñales y rifles embriague sus sentidos. No importa si por el camino se echan a perder las raíces indias, se inventan dialectos, se falsifican datos o se impone una visión frente al resto. Porque queda la belleza sobrecogedora de ese ballet en el que blancos e indios explican los episodios de la Guerra Civil, en el que viven, mueren y resucitan para la siguiente función. Porque América nunca ha sentido con tanta intensidad su propia Historia.

Como le sucedía a Michel Onfray durante su visita a los inuit de la Tierra de Baffin, a Vuillard le interesa rescatar el valor del tropismo, la reacción de tristeza ante el mazo de cultura americana sobre sus tradiciones (forzosamente) residuales. La forma en la que se ha transmitido esa historia de sangre y poder. El relato de masacre y espectáculo que ha forjado la América que agotaba los últimos años del Siglo XIX. Por eso cobra tanta importancia el último fragmento del libro, centrado en la pintoresca investigación de Wilson Bentley, conocido por su estudio fotográfico de los copos de nieve. Es esa aventura precaria, retratar tras el cristal de la lente la efímera vida de las volutas de nieve, lo que concede dimensión a la aventura de Buffalo Bill y los indios. A ese sentimiento de que, con el correr de los años, el proceso de aculturación devoraba a toda velocidad a un pueblo sin tierra ni derechos. Tan difícil de retratar que fue absorbido por la esfera del espectáculo, condenado a vivir del cuento y de la deformación histórica. De ahí que la tristeza de aquella tierra sea, como las fotografías de la nieva, algo así como la conquista de lo efímero. El último intento por hallar entre los restos del naufragio las raíces de una cultura que pereció machacada por la masacre y el espectáculo.

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