Chatterton, de Elena Medel (Visor) | por Óscar Brox

Chatterton | Elena Medel

¿Quién soy ahora? Alguien puede decir que en eso consiste madurar, en saber cómo responder a esa pregunta. Encontrar las palabras justas para atrapar, casi a la carrera, el paso veloz de nuestro presente; encontrar, también, los cambios tras cada expresión, las sucesivas mudanzas, vitales y emocionales, emprendidas desde que abandonamos la adolescencia y nos sumergimos en una etapa cuya desembocadura es la madurez. La trayectoria literaria de Elena Medel comenzó, prácticamente, a la edad en la que moría el poeta que titula su trabajo más reciente, Chatterton, ganador del Premio Fundación Loewe a la Creación Joven, que edita Visor en su colección de poesía. Por tanto, zambullirse en sus versos ofrece la posibilidad de observar de qué manera ha modulado su voz literaria hasta llegar a esta última parada, como en una secuencia que muestra nuestras evoluciones, los intereses pasajeros, las obsesiones y, en fin, los recuerdos.

Estructurado en tres partes, Chatterton comprende una pequeña, por dimensiones, panorámica sobre la identidad. Uno, al fin y al cabo, escribe sobre su identidad tal y como la vive. De ahí que Medel evoque pasajes del pasado a través de la épica de los objetos cotidianos, de las camas pequeñas en las que sobresalen nuestros pies, del olor del lavavajillas o de los maceteros de plástico; gestos construidos desde la costumbre que, por fortuna, desconocen cualquier rango o jerarquía, pues cada vez que los evocamos acuden a la memoria como un torrente de experiencias que, por un motivo u otro, no queremos olvidar. Porque son aspectos vitales que nos representan, que trazan nuestro retrato robot con precisión, que explican qué fácil era todo entonces y qué raro es ahora, cuán útiles han sido los manuales y de qué poco empiezan a servirnos. Sin embargo, Medel no habla desde la añoranza, sino desde la velocidad de las cosas; más que retener el pasado, lo que pretende es capturar lo hermoso de cada capítulo, de cada palabra, de cada descubrimiento. Porque intuye que cuando empezamos a apreciar la memoria, el tiempo se abalanza sobre nosotros y apenas queda aliento para sentir el peso de los cambios.

Chatterton podría ser un diario a tres voces, donde cada parte se lee con una entonación diferente, como en tres tiempos que pertenecen a un momento diferente de nuestra vida. Juntos nos muestran el paso, la madurez; por separado, el fragmento, el instante, la voz que ha cambiado y cómo ha cambiado desde entonces. A veces uno de sus versos encapsula tantas vivencias que tu vista vuelve hasta el principio de la línea para releerlo de nuevo; a veces esa misma línea te deja con una idea (¿será la madurez, como en la botánica, un ejercicio de arrancar una planta de su hábitat para injertarla en otro?) o con una sensación -cuanto todo va bien, algo se mancha. Con lo familiar, con la rutina, con el trayecto en autobús, con el vacío, con la responsabilidad. Ese concepto que siempre permanece borroso, como las obligaciones, las herencias y las generaciones, porque carga demasiado nuestras espaldas y nos exige aplicar un ritmo diferente sobre las cosas. En esa edad en la que descubrimos el verbo poseer, en la que descubrimos sensaciones de ida y vuelta, cada vez más efímeras, mientras nos volvemos adultos con responsabilidades.

Los versos de Medel evocan maletas y traslados, aprendizajes y titubeos. Tras cada palabra, la impresión de que la vida se expande, como cuando en un nuevo hogar ya no te quedan tan a mano los lugares de tu pasado. Tras cada palabra, la impresión de que ya no es posible manejar tantas certezas, pues la realidad juega a diferentes velocidades y no siempre coincidimos, tú y yo, nosotros y ellos, en la misma. Tras cada palabra, la impresión de que madurar es esconder el tiempo, esconderse del tiempo, hacer del dolor algo útil y de la felicidad algo extraordinario -porque no sucede con tanta frecuencia como antaño. Los lugares que quedan son como depósitos de memoria, museos de las pequeñas cosas que aprendemos a recorrer con otra mirada, más adulta, mientras nuestras manos se pierden sobre el tacto de una colcha vieja, el calor del flexo de la mesita de estudio o el polvo acumulado en el alféizar de la ventana. Vestigios, todos ellos, de las voces y las vivencias que han cuajado en nuestro presente.

Thomas Chatterton murió tan joven que su labor de falsario, tres siglos después, lo trae a nuestra memoria como la versión del adulto que nunca llegó a ser. En cierto modo, recordar es una forma de obstruir nuestro presente, de someterlo a la importancia de cada experiencia atesorada; siempre nos las apañamos para evitar responder a lo que somos, a aquello en lo que nos hemos convertido. El valor de lo que ha escrito Elena Medel reside, precisamente, en fintar esa tentación y tratar de construir, a través de sus versos, una respuesta que abarque las dimensiones de la pregunta. Por eso Chatterton tiene un aspecto tan bello como amargo, tan intenso como apagado, según el punto que escoge su autora para narrar una evolución tanto física como intelectual. De tanto en tanto, una avalancha de imágenes se arraciman durante la lectura, como pistas para resolver el acertijo. En uno de sus poemas, Medel dibuja una habitación y un pájaro sobre su alféizar, una adolescencia y sus ritmos propios, y cómo desaparecen ambos para dejar solo el alféizar, a falta de un nuevo hogar y un nuevo ritmo, como un símbolo para expresar lo que significa crecer. Alguien podría decir que esa espera es en lo que consiste madurar. Emily Dickinson, a propósito de lo que somos ahora, diría que somos los pájaros que se quedan.


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