Una chica es una cosa a medio hacer, de Eimear McBride (Impedimenta) Traducción de Rubén Martín Giráldez | por Óscar Brox

Eimear McBride | Una chica es una cosa a medio hacer

Algo hace crac nada más empezar la lectura de Una chica es una cosa a medio hacer. El texto se apelotona, las frases se pisan unas a otras. Cualquiera diría que el tráfico de pensamientos es denso, una idea pugna con otra por ese poco, poquísimo, espacio para explicarse. Para dar cuenta de una infancia mísera en la Irlanda de siempre. Mísera y difícil. Con un hermano enfermo y con un padre ausente; con una madre triste y ensimismada en su devoción. Y con una hermana, la voz más poderosa de la novela, que alguna lección tiene que sacar de toda esa turbulencia vital. Vivir, por ejemplo. O sobrevivir, agarrada a lo primero que encuentra, entre golpes, encuentros y desencuentros, con el sexo como arma (a veces, también, arrojadiza) y como faro para arrojar un poco de luz entre tanta oscuridad. Y con la voz, otra vez la voz, que aprende sobre la marcha lo difícil que es emanciparse y hallar un lugar, un espacio propio, entre todo ese guirigay familiar en el que las cosas siempre parece que se derrumban. O que se pudren. O que, simplemente, son mediocres. Y nada más.

La escritura de Eimear McBride corre como un vendaval. Apabullante en su manera de encontrar una forma y un ritmo, hace de la frase entrecortada y del pensamiento febril una figura de estilo. Una toma de posición, también. El lector puede pensar que sus personajes van a toda pastilla, de aquí para allá, con ese ardor especial que se les concede a las vidas minúsculas. A las tragedias insignificantes que atiborran las listas de espera de la Seguridad Social. El hermano tiene un tumor, pero consigue arañar un poco de infancia y de adolescencia, pagando el precio de una vida algo disfuncional y crónica. Apalancado en la casa familiar sin nada, y sin nadie, que alivie ese vacío existencial. Tan solo la hermana. La otra voz que McBride pega a la suya, que golpea sus frases y concede un ritmo frenético a la lectura. Pura energía. Pura rabia juvenil ante la falta de futuro y el agobio que estrangula las pocas oportunidades para buscar un buen porvenir.

Hermano. Hermana. Madre. El retrato de una soledad devastadora. De un hogar roto que solo mejora cuando su protagonista coge distancia, como si un puñado de kilómetros fomentasen esa poca nostalgia de una casa familiar que siempre ha sido triste. Triste, pero religiosa, eso sí. Lo suficiente como para que McBride escriba un ensayo sobre la hipocresía del creyente y esa doblez moral que ni el mayor ejercicio de devoción puede maquillar. Ahí está la terrible visita del abuelo o el desolador retrato de esa madre perdida, apestada para su propia familia, que no puede disimular su consideración social por mucha fe que ponga en el asunto.

La distancia comienza bastante antes de que la protagonista emigre en dirección al sueño universitario. Arranca con los primeros escarceos amorosos, con el sexo como parachoques para muchas frustraciones y la mirada masculina como campo de minas. Esa mezcla de deseo, voluntad, violencia y, desde luego, machismo, que revuelve las páginas de la novela y, también, las hormonas. Y que zarandea a su protagonista entre un arrebato de chica punk y la sensación de estar demasiado perdida para llevarse bien con la vida moderna. Como si follar fuese, más que un salvavidas, una forma de desconectar de todos los problemas cotidianos que se apretujan en su cabeza. Como si un poco de vida salvaje relajase ese otro apartado vital que no puede curarse así como así; sobre todo, cuando el hermano vuelve a enfermar y esta vez ya no tiene arreglo.

A McBride le tiembla poco el pulso a la hora de describir la atmósfera pesada de religión y familia, así como la ambigüedad moral de personajes abiertamente repulsivos. Ahí está ese tío del que nunca sabemos muy bien qué pensar: si es pedófilo, un violador, un cínico, un cabrón o un poco de todo esto a la vez. Y ahí está, también, la violencia, literal y figurada, que conquista poco a poco la novela. Los golpes, las agresiones y vejaciones, la impresión de que su protagonista está desnuda frente al mundo, que manifiestan un curioso efecto: que todavía se escuche más la voz de su criatura. La rotundidad de sus dudas, las cuitas en torno a un futuro que parece ser tan insatisfactorio como su presente, la presencia de una costra familiar que no acaba de irse, el vacío, la necesidad de afecto y, por qué no, la preocupación por que todas estas cosas tal vez no la lleven a ningún lado. Tan solo a girar en círculos mientras su mundo se desintegra.

Es por eso que la velocidad de su forma entrecortada y la furia de su expresión chocan frontalmente, pura colisión, con esa amargura que poco a poco se despliega y cae sobre el relato. Amargura, quizá, por una educación complicada. Por ese espíritu salvaje que es otra manera de ensimismarse, ir de una fiesta a otro pub, de una cama a otra, de una elección rápida a una conclusión precipitada. Pero, es justo decirlo, también esperanza porque uno tiene la sensación de que lo realmente importante para Eimear McBride es encontrar una voz. Un espacio. Un texto. Esas frases que se encabalgan, golpean, acribillan a la página en blanco y zarandean a todo quisque para, al final, dar buena cuenta de lo que significa sobrevivir. Y nada más.


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