Diez negritos (Alrevés) | por Óscar Brox

Diez negritos

Sin duda, la novela negra vive un momento de efervescencia. El boom de autores escandinavos fue una de las primeras señales. Al calor de Larsson, más que de Sjöwall y Wahlöö, brotó una generación de escritores, fuertemente arropados por la mercadotecnia editorial, que fiaba el éxito de sus obras al frío decorado sueco y la línea clara de sus historias. A resultas de esa conquista, las estanterías se han llenado de libros cada vez más coyunturales, menos negros, que beben del procedimental y estiran el chicle del éxito comercial hasta lo indecible. Algo, por cierto, que se ha extendido en diferentes direcciones hasta cuajar en esta especie de edad de oro de la literatura criminal, en la que cuesta horrores ver reeditado a David Goodis y, en cambio, las cubiertas de determinadas novelas apenas presentan diferencia; señal de que tampoco el lector encontrará muchos cambios sustanciales en su contenido. Más que exigencia, lo que pide el noir es valor para enfrentar al autor (y a quien lo lea) a sus rincones oscuros, a todo aquello que proyecta un género con más sombras que luces. Como aquellos personajes de Jim Thompson, siempre al filo de la navaja entre la cordura y la esquizofrenia, figuras marginales de un paisaje devastado y corrupto.

Diez negritos es como La feria del crimen, aquella antología de autores francófonos que publicó Lengua de trapo hace unos años. Un muestrario de las voces literarias que han surgido en el panorama español durante la última década. Voces, en su mayoría, que comparten estante con los booms de temporada, aunque sus objetivos, estéticos y narrativos, no puedan estar más alejados de aquellos. De ahí que esta reunión de escritores, algunos emergentes y otros ya asentados, suponga una oportuna puerta de entrada a otra forma de entender la literatura negra. Más dura, incisiva y moral, retrato de nuestro presente. De hecho, en el prólogo que acompaña a la compilación, sus coordinadores avanzan no solo la historia sino también las claves para entender este potente brote novelístico; el canon y su subversión, amalgama de estilos, subgéneros e intereses que presenta cada uno de los autores convocados. O, en breve, por qué podemos hablar con propiedad de una generación de escritores españoles que han forjado un imaginario noir en nuestras ciudades, arraigado en nuestra realidad, con sus giros propios y expresiones. Hijos de un contexto social, exploradores de sus rincones oscuros.

Al tratarse de una compilación, Diez negritos se puede leer de muchas maneras; en busca de sus pequeñas alianzas estilísticas o de esas diferencias que llevan a cada autor a una conquista alternativa. Para quien esto escribe, uno de los elementos distintivos del noir es la voz, el léxico familiar que gasta un escritor. Basta recordar las obras de Higgins, Lehane o Richard Price. En ese sentido, La hora vegetal de Alexis Ravelo destaca por ser uno de los relatos más compactos en fondo y forma, como si su autor transcribiese la conversación grabada entre dos policías corruptos que utilizan su posición de poder para hacerse con el botín de un narco de tercera división. Ese aire sórdido, de bajos instintos, que Ravelo localiza en una zona, al que aporta su historia y sus diálogos de manera natural, sin impostación. Ese aire que convierte a su relato en una miniatura sobre la corrupción moral no exenta de sorna, al tomar a sus policías protagonistas como personajes que bailan, según la página, en los dos lados de la ley. También Carlos Zanón destaca por su gusto por una voz propia, casi musical, a la hora de escribir. Y su Hotel Navidad, a pesar de la brevedad, es una incursión en ese paisaje de figuras grotescas, de putas e individuos ahogados por la vida, que arrastran su existencia anónima y sus pequeñas tragedias por uno de esos instantes en los que la felicidad es un sentimiento global.

En Diez negritos abunda el tono duro, la violencia frontal y directa. En La caza, Susana Hernández nos traslada hasta la frontera mexicana en busca de un flautista de Hamelín que secuestra a niños para abusar de ellos y matarlos. O eso, al menos, es lo que piensa el policía moribundo que inicia su persecución, pues a medida que conocemos a Hamelín el tono lúgubre e inmisericorde con el que arranca la historia se traslada a ese México brutal y venenoso que dibuja a sus protagonistas atrapados en una tela de araña de violencia. Módulo 7, de Claudio Cerdán, transporta esa violencia a otro ambiente cerrado clásico: el módulo de respeto de una prisión. Y su autor, que ya había destacado en La revolución secreta por su capacidad para la construcción de atmósferas y para la creación de imágenes de gran violencia gráfica, se entrega con fruición a su cometido. En cambio, Berna González Harbour acerca la novela negra a la actualidad informativa, al narrar en A tus ojos los últimos momentos de un secuestrado por el terrorismo islámico, su ansiedad emocional y la búsqueda, casi imposible, de esas pocas palabras que pronunciar antes de la decapitación. Sáinz de la Maza apuesta en Lo que las arañas me han contado por un cuento de venganza en el que la locura de su protagonista es como la mecha corta que, página a página, alcanza el polvorín. Mientras prepara al lector y a sus dos amantes, mientras explica la deriva de ese antiguo corredor de bolsa que se ha abandonado a la humedad de un sótano colonizado por las arañas, la venganza corre párrafo a párrafo a la espera del remate final de la última línea.

Cada relato se enfrenta al género negro con sus herramientas de estilo. Jorge Navarro cocina el suspense de Cabellos de anuncio de champú a través de esa primera situación en la tienda de armas, entre calibres, modelos de pistola y galerías de tiro, construyendo a su personaje como una buena persona obligada a cruzar sus límites morales para vengar la muerte de su hermano. Toni Hill, en cambio, apela en El orgasmo según Walt Disney a la corrupción de los concursos literarios, con sus charadas y triquiñuelas, para crear una parodia del género mediante el ajuste de cuentas entre un escritor fracasado y el jurado que le negó el premio justo. Jordi Ledesma juega con las apariencias, entre la locura del asesino y la cordura del narrador, para reflejar en El eco inexistente la génesis de un asesinato. Y Víctor del Árbol compone en Nosotros una pequeña miniatura coral en la que tres personajes unidos por sus relaciones tóxicas reflexionan sobre el destino fatal al que la vida, inevitablemente, les ha abocado.

Toda antología es, por fuerza, desigual en su resultado, y Diez negritos combina a aquellos escritores que beben del género con esos otros que se acercan desde una mirada más pragmática, a rebufo del presente boom. Sin embargo, unos y otros componen una selección de relatos que, en primera instancia, sirve para demostrar la riqueza que atesora la literatura negra en lengua castellana. También, para reflejar hasta qué punto las preocupaciones cotidianas, la realidad social y los eternos conflictos morales son la argamasa de una serie de historias turbias, tempestuosas y sórdidas. Historias que coquetean, cuando no enseñan abiertamente, ese lado oscuro que casi siempre intentamos disimular. Ese en el que nos reconocemos al otro lado de la Ley.   


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