Kwass o el arte combinatoria, de Diego Luis Sanromán (Palimpsesto 2.0) | por Juan Jiménez García

Diego Luis Sanromán | Kwass o el arte combinatoria

Y ahora qué cuento… Quiero decir: qué escribo sobre Kwass o el arte de la combinatoria, claro. Si pensamos que el libro de  Diego Luis Sanromán reivindica la ausencia de historia, el transmitir la sensación sin el aburrimiento de la transmisión (Valéry), los balbuceos, lo salvaje,… qué podemos contar, si en realidad se trata de que el lector sienta. Podemos ser testigos de nuestra experiencia, cosa que seguramente no interesará a nadie por puntual, o notarios de aquello que hemos querido encontrar, y ninguna cosa se acercará a aquello que está allí. Sí, hay raros libros que deberían ser inexplicados, por el simple motivo de que deben ser leídos para entender qué hay detrás de ellos.

Si Jan Švankmajer hablaba de un cine táctil, podríamos tal vez plantearnos otras aproximaciones a la literatura (arte táctil por excelencia en el que la obra siempre está entre nuestras manos). Primero lanzamos la historia por la borda. Todo ocurre, y desde ese momento, todo es historia, pero no hay que ponerlo fácil. Un asesino, un comisario, un puñado de personajes extraños, perdidos en su sexualidad (entre compleja y brutal), en un mundo que no debe ser nada interesante desde el momento que su autor prescinde de él. Los personajes flotan en un vacío y si nos imaginamos algo son lugares desiertos, carreteras que atraviesan esos lugares desiertos, espacios vacíos alrededor de los que solo hay más vacío.

El mundo de Kwass es un mundo inexistente pero habitado. Por Tom, el asesino, por Lady Blanche y sus marionetas, por Faón, hermafrodita, por… Tiene incluso un nombre: Notte/Napule. Podría haber sido creado por el Marqués de Sade. O al menos, él hubiera vivido gustosamente. No hay límites. Igual que no hay espacio. Entregados al sexo como arte combinatoria, cualquier cosa debe ser esperada. Si habría podido ser creado por el Divino Marqués, podría haber sido dibujado por Roland Topor. La monstruosidad, la desmesura, el instante desbordado, pero simple instante, la oscuridad, las tinieblas, la voracidad. La cocina caníbal se transmuta un sexo devorador, hambriento.

Hay algo de pánico. Hay algo del terror, algo del humor, algo de la simultaneidad. Diego Luis Sanromán no busca, encuentra. Como si cada uno de los múltiples, breves, capítulos fuera una puerta que se abre y nos enseña algo, una escena, la pieza de una maquinaria oxidada y abandonada en la que palpitan aún pulsiones que son como borbotones, borbotones de seres entregados a su placer, eternamente abiertos. Alejados de la historia, no se aburrirán nunca y tampoco nos aburriremos nosotros. Para eso también se necesita tiempo y el tiempo es otra de esas cosas que no existen ni en Notte/Napule ni en Kwass.

Punteado cada uno de esos capítulos-espacios-imágenes por una línea, unas líneas, hay uno de ellos que viene a decir que lo único que nos atrae en la literatura es lo salvaje y que el tedio solo trae la domesticación. Y habla de que en un libro verdaderamente bueno debe ser ferozmente natural y primitivo. Y también maravilloso y misterioso. Y algo de eso hay en este libro, de todos estas cosas. La búsqueda de un comisario, el crimen de un asesino, las marionetas serpenteantes, los placeres múltiples del andrógino son poca cosa, tan solo algo más. Algo más en un mundo descompuesto, sin referentes, sin referencias. Sin nada.


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