Convertiré a los niños en asesinos, de Diego Luis Sanromán (Plaza y Valdés) | por Juan Jiménez García

Convertiré a los niños en asesinos | Diego Luis Sanromán

A Diego Luis Sanromán lo conocíamos sobre todo por su labor traductora. Habitual en Pepitas de calabaza, nos cruzamos con él leyendo sobre Céline o Cossery. Ahora tocaba enfrentarlo directamente, y ahí está Convertiré a los niños en asesinos, conjunto de relatos escritos entre 2005 y 2008, y todos ellos atravesados por algo, que algunos llamarán asesinatos o muertes y nosotros llamaremos Roland Topor.

Fue Jean-Luc Godard aquel director que filmó, tal vez para siempre, la obra que mejor resume seguramente nuestro tiempo (que encima no era el suyo). Como decía Louis Aragon (citado y absorbido por el director suizo), vivimos en el tiempo de los hombres dobles. Así, Pierrot le fou era un canto generacional a muchas cosas: la rabia, la insatisfacción (de Céline), esos hombres dobles (de Aragon) y ese mundo que nos traiciona perpetuamente (interpretado por Anna Karina).

En estos cuentos crueles, hay un cierto gusto “a lo Topor”. El escritor francés diría: coger un tipo cualquiera, someterlo a una sospecha, sazonarlo con un mundo hostil (o indiferente, que llegado el caso es aún más hostil), dejarlo cocer en su salsa (el odio hacia ese mundo que le rodea) y esperar que alcance el punto de ebullición. Si alguien debería ilustrar estos relatos, sería el propio Topor (quizás el único capaz de recoger toda la crueldad de la que somos capaces). Topor murió, y algún día que otro nos acordamos de él.

Diego Luis Sanromán nos deja a todos esos pobres hombres dobles superados por el otro, cocinándose a la manera del escritor francés. Desde la vieja que cultiva un instante en su cabeza (y ese instante llegará) hasta el burgués de turno que ajusta cuentas con su familia, pasando por ese hombre que asesina a su otro o ese asesino ritual que acaba con otro asesino por pura intuición. La muerte como consecuencia, hasta en esos relatos de tintes turísticos, en una isla paradisíaca o bajo resonancias de calles portuguesas.

Está también lo extraño, lo raro. En Intersticios  o en El desmemoriado Geige; cuentos de terror, un terror íntimo, personal e intransferible, en los que toda esa extrañeza acaba por hacer desaparecer (literalmente, físicamente) a sus protagonistas, que ven cómo el mundo se cierra o desaparece sin explicación, cómo la placidez de sus días deja lugar al vacío, a la nada.

Es precisamente alrededor de estos dos relatos hacia donde se vertebra el resto (lo cual vendría a querer decir que todo es una cuestión de miedos e instantes adecuados para sacarlos a pasear). En Intersticios, un nuevo y brillante burgués estrena piso y ve cómo todos sus agujeros (incluso los suyos propios) empiezan a cerrarse, lo cual le lleva a un desesperado final. En El desmemoriado Geige, un viejo y gris burgués, rentista, dice, ve cómo desaparece. Contradiciendo la tendencia natural, el mundo permanece y él desaparece. Se borra, se esfuma, se va, deja de.

Entre el miedo a acabar encerrado en uno mismo y el miedo a desaparecer, quedará espacio para un relato central, el más extenso: El mirón tuerto. Un nuevo quimérico inquilino se enfrenta a sus intuiciones. Hombre de carácter práctico, medio destruido en lo físico, decide abandonar un poco resolutivo voyeurismo y pasar al tiempo de la acción.

Tiempos crueles, pues, para los hombres dobles. Tiempos raros, extraños, alucinados, para amantes de la cocina caníbal. Cuando no queda nada, qué queda. Diego Luis Sanromán nos propone alguna que otra respuesta.


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