El escondite, de Dennis Potter (Libros Walden)  Traducción de E.M. Isern | por Óscar Brox

Dennis Potter | El escondite

Empecemos por el principio: Dennis Potter ha caído en un olvido inmerecido. Desde su fallecimiento, a principios de los 90, apenas se ha producido algún que otro intento por recuperar su obra… aunque sea con proyectos menores como la adaptación cinematográfica de El detective cantante. Y, a la larga, nos conformamos, qué remedio, con aquel encuentro fulgurante cuando las televisiones autonómicas programaban Pennies from Heaven. Esa clase de serie cuyo humor corrosivo era capaz de poner en escena la fantasía de una ama de casa frustrada por su matrimonio que soñaba con apuñalar hasta la muerte a su marido y bailar un charlestón sobre la tapa de su ataúd.

Si de la obra televisiva de Potter conocemos una pequeña parte, la literaria ha corrido aún peor fortuna; perdida, como tantos otros autores, en la euforia editorial de la España de los 80. De ahí que la publicación de El escondite, a cargo de Libros Walden, suponga una estupenda noticia para escarbar, con ganas, en la obra del escritor de Gloucestershire. O para conocer, casi de sopetón, esa huida hacia ninguna parte que lleva a cabo Daniel Miller, su protagonista. ¿Su protagonista? En manos de Potter, se trata de una afirmación un tanto arriesgada; como dirimir si es preferible la realidad de Dan Dark, detective privado escupe-frases-lapidarias, o la de su alter ego, confinado en su psoriasis artrítica a la cama de un hospital. Prácticamente, como le sucedió al mismo Potter, pero con varias cucharadas extra de amargura.

En El escondite, Potter juega con lo metanarrativo con un talante parecido al del Pirandello de Seis personajes en busca de autor, interrumpiendo el relato de su protagonista para poner en jaque la narración. O para reconducirla hacia esa otra voz, la del propio autor, que ve en la página en blanco, en la ficción, el espacio más cómodo desde el que hacer frente a todo aquello que la realidad no puede colmar. A todo lo que ya no se sostiene y que, con una pizca de maldad y otra de terapia, la ficción asume como si se tratase de un exorcismo íntimo. La enfermedad, los abusos durante la infancia y las piezas que no encajan en la realidad. De ahí que la de Daniel Miller sea una huida a través del bosque de Dean, en busca de una cabaña en la que estar a salvo de esa voz que parece dictar sus frases, construir su horizonte más cercano. Contra la que apenas cabe rebelión, porque el mismo Potter será capaz de pasar por encima del final de su historia para llevar a cabo una exposición integral de sus cosas.

A Potter nunca le dejaron de atacar desde el establishment a causa de la crudeza y del humor vitriólico de sus historias, demasiado desnudas para una Inglaterra que no destacaba, en la era Thatcher, por su aperturismo moral. Y El escondite, en parte, tiene algo de ajuste de cuentas en la obsesión con la que Potter trata de desmarcarse de lo que se dice de él. Cómo la ficción es, a su manera, una forma de desembarazarse de las etiquetas sociales y, al mismo tiempo, de escupirlas con violencia contra todo y contra todos. De ahí que, para Potter, haya algo balsámico en la escritura. Una suerte de entendimiento, de saber cómo y dónde encontrar la pieza que falta en la realidad. Por mucho que el autor inglés retuerza, una y otra vez, los resortes de su historia, zarandeando a Daniel Miller por un relato que choca con la cabaña. El refugio. O la idea de refugio que Potter quiere establecer para estar a salvo de los demás.

En cierto modo, El escondite tiene en buena medida muchas cosas de la obra de Potter. Está la relación tormentosa con la sexualidad, la misma que Dan Dark ponía en tensión a través de imágenes absurdas en El detective cantante. Está el pasado de abusos y la herida que nunca se cierra, como en Brimstone and Treacle. Y está lo metanarrativo, recurso en el que Potter abundaría en últimos trabajos como Karaoke. Todo ello, embadurnado de un humor negro y fatal que se extiende por el texto como la brea. A medida que la ansiedad que nos traslada Daniel -otro Daniel más en la nómina de personajes potterianos– se transforma en la ansiedad del creador que no sabe cómo encontrar en la ficción la red de seguridad que la realidad se empeña en hacer añicos. Por eso, El escondite se puede leer como un puntapié o un puñetazo contra el statu quo del mundo cultural inglés, pero también como un refugio para el autor que ha hecho de la ficción su habitación del pánico. Su fortaleza de la soledad. Y en ella, igual que hiciese Chuck Jones con Daffy Duck, se dedica a jugar con sus criaturas para buscar esas palabras que, definitivamente, no pueden brotar de la realidad.


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