Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios, de Cynthia Ozick (Mardulce) Traducción de Ariel Dilon | por Óscar Brox

Cynthia Ozick | Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios

Visualizar la sociedad entera a través de la contemplación de sus partes, lo delicado junto a lo tumultuoso, lo grave junto a lo insignificante, así es como una cultura puede aprender a imaginar su propio rostro”. Vaya por delante la extraordinaria vitalidad literaria de Cynthia Ozick; tanta como la de Erika Tophoven (Hurtado y Ortega publicó hace pocos meses su Godot entre rejas). Autoras que superados los 80 años conservan no solo una erudición y una ironía a la hora de meter las manos en el trabajo de la ficción, sino también la suficiente curiosidad como para que a cada nuevo acercamiento el lector encuentre la promesa de una vitalidad renovada. La propuesta de un pensamiento que no se detiene ni recapitula, sino que avanza, reconsidera, se inmiscuye en los textos de otros autores, completamente ajeno a la tentación de poner punto y final a su obra.

En un principio, Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios podría entenderse como una colección de texto en torno a la literatura; en un primer momento, de hecho, como un ensayo sobre la crítica. Ozick trae a colación nombres, cabeceras y diagnósticos más o menos acertados sobre el momento. Se habla de Edmund Wilson y de James Wood, de la interminable querella entre Jonathan Franzen y Ben Marcus (publicada, en castellano, por Jekyll and Jill) y sobre la degradación del reseñista en tiempos de Amazon. Y lo cierto es que la autora despliega ese mapa y se permite el lujo de apuntar con el dedo cada lugar y cada versión, sin por ello dejar de señalar ese aire general de estar matando moscas a cañonazos. O dicho de otra manera, que toda querella literaria tarde o temprano acaba por olvidar su objeto, enconadas las partes en defender una posición o un dogma. Y Ozick entiende que al final, cuando los números fríos que arrojan las tasas de lectura desnudan las miserias del gremio, lo que importa es dirigir la pregunta hacia otras coordenadas; hacia qué significa ser crítico, qué ser lector. Qué, sin más, imaginación. Sin los críticos, incoherencia, dice para cerrar el alegato. Lo que viene a continuación es un extraordinario trabajo que todavía no sé muy bien si responde a lo que Ozick entiende por ser crítico o lector.

Si Ben Marcus hablaba en su ensayo sobre la obligación de excitar el área de Wernicke, ubicada en la parte del cerebro que se encarga de procesar el lenguaje, Ozick responde a ello con una excitante cantidad de ejemplos. Empecemos por las claves: Kafka. ¿Cómo enfrentarse a un autor tan monumental como, aparentemente, monolítico? Un autor ensombrecido, más bien empobrecido, por ese subproducto surgido de su propia obra: lo kafkiano. El enfoque de Ozick nos sitúa ante el trabajo de ensayista de Reiner Stach, autor de la mayor biografía intelectual de Kafka. Y, a partir de ese punto de referencia, lleva a cabo un ejercicio de mímesis cuando conviene y de lectura atenta en todo momento. Mímesis a la hora de reconocer la capacidad de Stach por estar al corriente de cada detalle, del zhargon de la escritura de Kafka a su detallismo, de las circunstancias biográficas aparentemente insignificantes al aire de familia de una Praga en la que la ola de antisemitismo no era, ni mucho menos, un accidente cultural. Atención, en todo momento, porque Ozick pondera las cosas, las frases, las ideas con similar vehemencia, reconociendo en el trabajo de Stach la paciencia con la que un autor imagina su propio mundo; una cultura, su propio rostro.

La cuestión judía sobrevuela la mayor parte de los ensayos y Ozick no tiene grandes problemas a la hora de meterse en los juicios de Hannah Arendt o en el dictum de Theodor W. Adorno; menos todavía a discutir el trabajo de la ficción (y de la imaginación como su prerrogativa) ante los hechos históricos. A jugar con la escritura zigzagueante de William H. Gass, la clase de Historia de H.G. Adler o la frivolidad en la literatura sobre Auschwitz de Martin Amis. La escritura de Ozick puede con todo; incluso, invocar una lectura poética de W.H. Auden en su visceralidad o describir en toda su vulnerabilidad, con la lectura entremezclada de ternura y conmiseración, la talla cultural de Lionel Trilling. Pero no cabe duda de que el mayor esfuerzo, el mejor ejemplo, de la triple condición de Cynthia Ozick como escritora/crítica/lectura reside en su ensayo sobre Saul Bellow. Sobre sus cartas, sus obras, sus contradicciones internas, sus rants literarias y, en definitiva, su perdurabilidad literaria. Decir extraordinario es poco, casi injusto, para glosar la paciencia con la que la autora desmigaja la figura de Bellow en cada uno de sus pequeños detalles mientras da cuenta de sus dimensiones literarias. Quizá, también, es obvio, porque lo que Ozick lleva a cabo es algo así como prestar atención, estar atento, leer, pensar, saltar por encima de las obvias conclusiones morales, de la fijeza de ciertos discursos estéticos y de los monolíticos lugares comunes de la crítica. Inyectar vitalidad, renovar sin necesidad de retocar. Escuchar y observar.

Hablamos de Bellow, pero otro tanto se puede decir de Bernard Malamud (sus paisajes, los de la naturaleza y los de la mente, son inimitables; la sensibilidad malamudiana, su lacerada apertura a los grandes sentimientos, no ha tenido sucesores) o de un Philip Roth que se asoma a cada poco en sus páginas. Leyendo a Ozick, todo resulta un grato descubrimiento, un desafío crítico continuo y una invitación ferviente a la lectura. O lo que es lo mismo, a visualizar la sociedad entera a través de la contemplación de sus partes, lo delicado junto a lo tumultuoso, lo grave junto a lo insignificante. Sin los críticos, incoherencia.


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