Glanbeigh, de Colin Barrett (Sajalín). Traducción de Celia Filipetto | por Óscar Brox

Colin Barrett | Glanbeigh

Es posible que muchos pueblos compartan sus rasgos con ese entorno brutal y privado de cosas bellas que Colin Barrett recoge en los límites de Glanbeigh. La desesperación ante una huída (a la ciudad, en dirección al mar, a cualquier otra parte) que nunca acaba de llegar; el paisaje mediocre que dibujan las aguas grises del río o el barrizal que asoma al otro lado de la carretera; o la tristeza que embarga a una juventud prematuramente envejecida, perdida en el pub de la esquina o lastrada por un horizonte sin futuro. Todo aquello que hace medio siglo era carne del kitchen sink drama transmutado en un entorno reconocible, brusco y despiadado, del que no hay posibilidad de escapar. En el que apenas queda sitio para las diferencias, puesto que el único elemento de distinción reside en el grado de intensidad con el que cada persona arroja su vida al vacío. Tanto da si se trata de un matón que dejó atrás sus tiempos de boxeador o un idiota al que le cuesta sacar a bailar a la chica de sus sueños. Unos y otros llevan la marca de la frustración, de la derrota eterna. Como un árbol con el tronco torcido o una carretera mal asfaltada. Y ante eso, como desprende la escritura de Barrett, solo cabe la conmiseración. O la compañía. O la comprensión. Ese afecto intermitente que trasladan sus palabras y relatos hacia un lugar no tan remoto; demasiado próximo, demasiado familiar. En el que las vidas se malgastan, cuando no se disipan en una reyerta, y de ellas solo quedan dos o tres cosas a recordar.

Glanbeigh recorre, a través de siete relatos, un territorio, más sentimental que físico, que describe el presente incierto de una generación. En el que Barrett se mueve como pez en el agua porque no deja de ser el retrato de una juventud que divisa a un palmo de distancia; aplatanada en los asientos del pub, casada de mala gana después de un embarazo no deseado o metida en el menudeo con la mirada puesta en algún futuro pelotazo. O en esquivar la mala suerte, que es tan hija de puta que siempre se ceba con los mismos. Con los pobres y los miserables, que se calientan las entrañas con una pinta mientras, con los ojos vidriosos, ven marchar sus oportunidades de aspirar a una vida mejor. A una vida, a secas. Libre de violencia, de tensiones o de amores de hoy que se marchitan mañana. En sus relatos, Barrett se pone del lado del perdedor, en un ejercicio de identificación, de manera que cada lector se encuentre con esa figura siempre vituperada o ignorada que, inevitablemente, nunca consigue salirse con la suya. En la que todo lo bueno de la vida consiste en beber la última cerveza de la noche acurrucado en el tejado de casa. En vivir de las heridas de guerra en alguna pelea callejera, meter un poco de miedo a los demás o dejarse arrastrar por esa corriente de alcohol que arruga la piel hasta convertir los tatuajes en garabatos infantiles.

Para ser, prácticamente, su primer contacto literario, la escritura de Barrett asume sus deudas con el paisaje de adolescencia sin escatimar en pasión, vehemencia y, por qué no decirlo, sinceridad. Que no épica, puesto que en Glanbeigh pocas cosas resultan admirables y sus protagonistas, simplemente, se dedican a descontar los días hasta que caigan en el hoyo. A soñar con esas muchachas de arroyo con faldas ajustadas y cardados, a volcar su ira con el primero que pasa o a preguntarse qué puñetas se puede hacer en un auténtico barrizal en el que la elección de los mayores pasa por sobrevivir a toda costa. A base de enloquecer o matarse de aburrimiento, entre puestos de fish and chips, medidas de pinta y dinero irlandés que, con la conversión al euro, vale tanto como nada. Como la nada más absoluta. De ahí, pues, que lo que sorprenda de Barrett sea el ritmo de cada relato. Su precisión de cazador a la hora de apuntar a cada personaje y dibujar sus rasgos sin caer en los defectos de un primerizo (demasiado apasionado, demasiado apresurado), como si anotase sobre el papel lo que su mirada de observador alcanza a ver sentado en un banco del parque. A todos esos desconocidos que hablan con media lengua, escondidos en sus parkas negras mientras el vapor de la fría mañana les advierte de que, por lo menos, todavía siguen vivos.

En Glanbeigh hay sitio para el relato corto y para la nouvelle (qué si no es Tranquilo entre caballos). Para la comicidad que despiertan perdedores como Bat e indómitos salvajes como Arm. Para las chicas fáciles y para los idiotas que las persiguen, capaces de volcar el coche de su rival antes de cruzar el puente más destartalado que marca el camino de regreso a casa. Para los asesinos, los locos, los pobres y los que no encuentran salida, jodidos después de todo por un destino que no pueden controlar. Del que les encantaría huir. Para el que no les queda el suficiente aliento. Barrett los mira con cariño, sin regodearse en su fracaso, tal vez pensando que cada relato posee la suficiente enjundia como para concederles ese momento de atención que la vida les ha negado. A sus caras enrojecidas, picadas por el acné o marcadas por el cristal de una botella rota. A sus cuerpos enjutos, miserables, nervudos y nerviosos, que se dejan mecer por el viento mientras deciden hacia dónde tirar. Y es que, en el fondo, Glanbeigh es el retrato de un ecosistema al que los sueños de la metrópolis no ha llegado. En el que se vive y se muere a toda pastilla, en el que el asco no es menos importante que el (efímero) amor, y la soledad es, más que un sentimiento, un estado físico. Visceral. Algo que tiene nombre. Que, a falta de uno mejor, se llama Glanbeigh. Y del que nadie puede escapar, porque en verdad no se sabe si hay salida.

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