Yo fui Johnny Thunders, de Carlos Zanón (RBA) | por Óscar Brox

Carlos Zanon | Yo fui Johnny Thunders

Por mucho que nos empeñemos, nunca conseguimos devolverle el pulso, sus constantes vitales, al pasado. Por mucho que nuestra memoria culebree entre recuerdos que se nos aparecen extraordinariamente vívidos; por mucho que aún queden restos de aquella euforia juvenil; por mucho que nos moviésemos por aquel mundo a grandes zancadas, entre el todo y la nada, mientras pisoteábamos cada obstáculo en el camino con la delicadeza de un elefante. Siempre se escapa, se pierde o se diluye. Más que por nostalgia, intentamos asir el pasado frente al terror que despierta nuestro presente. Asusta tanto como cuando alguien despierta de un sueño del que no esperaba salir. Porque, de pronto, se topa con otro mundo, otra realidad, en el que cuesta retener el aliento y cada paso es terriblemente complejo, como caminar sobre arenas movedizas. Porque ya nadie se acuerda de ti, olvidado entre las ruinas de un tiempo remoto. Porque ni siquiera puedes elegir entre el todo y la nada. Porque solo queda la nada.

Johnny Thunders pasó por la década de los 80 a la velocidad de un sorbo, quizá de medio. Casi sin darse cuenta, su cadáver yacía en un motel de Nueva Orleans apenas unas horas después de su última actuación. El tiempo quemaba bajo sus zapatos, corría por sus brazos tan rápido que diez años, varios grupos, muchos viajes y demasiadas experiencias quedaban comprimidos en apenas unos segundos. Como en esas fotos devastadoras en las que la piel curtida de los drogadictos dibuja surcos y sombras en el rostro donde, poco antes, solo había juventud. Plano y contraplano, sueño y pesadilla. La distancia que separa lo que fuimos de lo que somos, lo que somos de lo que nunca más podremos ser. Lo que nos inflama por dentro, como un fuego interior, y nos obliga a bucear en el pasado para rescatar, de entre las esquirlas, ese último destello de vida que nos queda.

Carlos Zanón escribe Yo fui Johnny Thunders como si teclease ante el ordenador pasado de revoluciones, con ese aire de elegía que devora cada párrafo, cada personaje y cada palabra. Con un ritmo musical aplastante, en el que lo bueno se bebe a grandes sorbos y lo malo permanece, inasible, como un acorde eternamente desafinado. Más que un thriller, se trata del relato de un tiempo y de una ciudad, de la pérdida de aquella juventud y la sensación, palmaria, de que ese entusiasmo no va a regresar. Zanón presta su voz a Francis/Mr. Frankie, músico frustrado y chico que casi tocó con Johnny Thunders. Muchacho punk, atormentado por las drogas, que en un abrir y cerrar de ojos se ha convertido en un muerto viviente maduro sin lugar ni destino. Como esos personajes que por un quinto en la terraza de un bar te cuentan, una y otra vez, una vieja anécdota sin importancia. Alguien que solo escucha la melodía de una edad perdida, de todas las experiencias acumuladas, de las mujeres que dejó atrás, del amor que sacrificó y del dolor que ahora corre por sus brazos a demasiada velocidad.

Historia de regreso sin redención, relato de ultratumba. En Yo fui Johnny Thunders los personajes no dejan de boquear para evitar ahogarse, incapaces de escapar de la tela de araña en la que están atrapados. A cada rato, Mr. Frankie devora, hasta dejarla en los huesos, una memoria que solo le muestra esos capítulos que acabaron mal: cómo perdió a la mujer que amaba, cómo perdió a su esposa, a sus hijos, a sus amigos. Cómo se ha quedado en nada. Cuando eres joven, siempre huyes de algo, buscas cualquier motivo para correr desbocado hacia delante. Como esos himnos punk que acaso duran un par de minutos, ese es tu horizonte vital. Y sin embargo… sin embargo, luego te arrepientes cuando encuentras tu sonrisa mellada frente al espejo, el pelo que empieza a escasear y la carne magra que cuelga entre las articulaciones. No esperabas envejecer, menos aún envejecer solo, y la resaca de esa frustración es tan machacona como el último alarido de un cantante antes de cerrar el concierto. Zanón construye su novela a partir de esos gestos, sin perder detalle de su violencia y de los numerosos esfuerzos de sus personajes por librarse de un porvenir que no han elegido, que les ha alcanzado porque, de camino, exterminaron cualquier oportunidad alternativa.

En esta novela hay pocas cosas que salgan bien, quedan demasiadas deudas pendientes. El dueño de un bingo encarna a un patético villano que solo puede comprar amor al precio de convertirlo en una condena; las mujeres tienen el rostro marcado y los hombres apuran un último golpe para tratar de huir de la realidad. Todo ello, siempre, arremolinados en torno a una pequeña cuadrícula de Barcelona que hiede a muerto, a fracaso y frustración, a entusiasmo en obras y pesadilla para una generación que pensaba comerse el mundo en un par de bocados, hasta atragantarse en su ingenua alegría. A viejos tiempos que ya no existen y antiguos amigos que pasean su desgracia como vestigios de una época que duró demasiado poco, cuyas huellas aún pueden detectarse en los rostros devastados de sus protagonistas.

Yo fui Johnny Thunders es una novela tan rotunda que representa el alfa y el omega para el estilo de su autor. Cualquier puede leer la energía que Zanón deposita en cada página, el éxtasis y también la blanda melancolía que invade sus pasajes. Una obra que, ante todo, resulta un ejercicio de mímesis con la ciudad que retrata, con los sueños perdidos y las promesas que nunca se concretaron. Un libro escrito con pasión, a grandes zancadas y casi atropellando una idea con otra, como si cada capítulo intuyese que el final se acerca y queda mucho por contar, demasiado por sentir. Un relato de fantasmas y muertos vivientes que nunca descansan en paz, para los que el presente es, más que nunca, un callejón sin salida, una cárcel sin muros y una pesadilla de la que no se despierta. Algo tan terrorífico que a cada rato intentas recuperar el pasado con aquellos pocos instantes, demasiado breves, que te permitieron vivir en otro mundo.


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