Cartas, 1883-1903, de Camille y Lucien Pissarro (La micro) Traducción de Guido Sender | por Juan Jiménez García

Camille y Lucien Pissarro | Cartas, 1883-1903

Parece ser que uno no logra vivir del arte nunca o muy pocas veces. Y uno no logra vivir simplemente porque el tiempo que le ha tocado vivir es siempre otro, como si fuera una extraña broma, y cuando uno hace una cosa la época reclama otra y nadie parece estar contento jamás. Nunca es el tiempo para los artistas (vivos). Leer hoy en día la correspondencia de Camille Pissarro con su hijo Lucien (otra delicia de La micro) nos demuestra que los únicos que no se hicieron de oro con el impresionismo fueron los impresionistas, lo cual hace que no dejemos de pensar en lo realmente idiota que es el mundo. No hay ni un solo año en su correspondencia en el que Pissarro no esté buscando desesperadamente dinero, de modo que sus cartas son una especie de tratado de la pasión por pintar y de la vida cotidiana precaria. Quejas amargas por el destino del impresionismo y lamentaciones por los marchantes, incapaces de colocar los cuadros y, mucho menos, a unos precios que les permitieran vivir.

Pero vayamos poco a poco. Lucien es el hijo mayor de Camille Pissarro. Como su padre, quiere dedicarse a la pintura (no será el único de sus hijos, aunque Félix, Titi, al que considera el más dotado, morirá a los veintitrés años). No tardará en trasladarse a Inglaterra, donde se casará, tendrá una hija y una editorial de libros ilustrados, especializándose en el grabado. A través de sus cartas su padre irá instruyéndole y corrigiéndole, indicándole incluso gráficamente las cosas que debería mejorar, con una sinceridad notable (y necesaria). Hay algo de conmovedor en esa búsqueda hasta del mínimo apunte, con la convicción de que un simple trazo puede cambiarlo todo.

Entre sus lecciones improvisadas, habrá tiempo para hablar de sus contemporáneos. De Monet, de Renoir, de Seurat (que morirá durante estas cartas, como una gran pérdida), de Gauguin (con el que no está nada de acuerdo en sus exóticas derivas). También de sus encuentros y reuniones, en especial para preparar exposiciones colectivas que impulsaran las escasas ventas de sus cuadros, siempre necesitados de dinero. Y sus marchantes, en especial Durand-Ruel (considerado el “inventor” del impresionismo), del que no siempre tiene muy buena impresión y al que le reprocha a menudo una cierta incapacidad para imponer el movimiento y sus ventas. En esta trastienda del impresionismo habrá lugar para todo, también las miserias de la vida en común y aquellos pintores que no llegaron tan lejos o sí, pero sobre los que Pissarro no tenía demasiada buena impresión.

El perfeccionismo, las exigencias del pintor para con sus obras eran abrumadoras. La luz debía ser esperada pacientemente, los cuerpos se quedaban sin terminar por falta de dinero para pagar a una modelo, las calles, no siempre de su gusto, se abrían ante él. Los tiempos avanzaban y él, anarquista, iba con ellos, con la política de su tiempo. Podía vivir lejos de todo durante largos periodos, pintando, pero nada le era ajeno, tampoco en su correspondencia.

Las cartas de Camille Pissarro son un tratado de supervivencia en un mundo que nunca apreció demasiado a los artistas. Al menos no tanto como para que pudieran vivir decentemente. Nada ha cambiado, seguramente, y el arte, fuera de algunos casos puntuales, es algo que se ejerce siempre desde la cuerda floja, como un complicado número de circo más. Poder asistir a la intimidad de la creación, a las obsesiones del día a día, es uno de esos pequeños lujos que nos da el tiempo, aunque solo sea para pensar un poco y durante un momento en todas estas cosas, que se resumirían en una sola: cómo vivir la pintura hasta el último aliento.


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