El marinero de Gibraltad, de Marguerite Duras (Cabaret Voltaire) | por Juan Jiménez García

ALibrosntes de Marguerite Duras estuvo Marguerite Duras. Antes de las emociones entrecortadas, estuvieron las historias: las historias propias, como Un dique contra el pacífico, o las historias ajenas, como El marinero de Gibraltad. Hubo un tiempo en el que Marguerite Duras podía ser adaptada por René Clement o Tony Richardson. Luego ya no. Luego solo pudo ser llevada al cine por sí misma.

Es posible que todo esto sea algo aventurado, una cuestión de estilo, si se quiere, y que solo haya una. Es posible. Y quizás El marinero de Gibraltad sea ese libro en el que una avanza al encuentro de la otra, como ese barco que cruza el mar y busca, busca a ese hombre (ese misterio), en ese pasado que es presente y que pretende ser un futuro.

Marguerite Duras termina de escribirlo en 1952. Un par de años antes había ajustado cuentas con su madre y con su juventud en la Indochina francesa, en Un dique contra el Pacífico. Quizás el exotismo del ambiente nos haga olvidar la profundidad de las relaciones (como seguramente podría pasar en El marinero…), pero lo cierto es que la ruptura que se producirá en su obra, tras estas dos novelas, no deja de ser una cuestión formal, es decir, aquello que va de una obra más narrativa a otra más depurada, entrecortada, de emociones intensas. En este libro, Duras construirá un primer personaje femenino fascinante (de tantos que vendrían), una especie de aventurera a la búsqueda de un hombre perdido, de un marinero que conoció hace algunos años y que despareció en el puerto de Shangai (bien, más que desaparecer, nunca regresó al barco, por las circunstancias). Desde entonces, recorre los mares acudiendo a la llamada de aquellos que han creído verlo, para reunirse con él, para retomar aquella aventura. En su camino, en un puerto italiano, se encuentra con aquel otro, un francés, como ella, funcionario colonial hastiado, que viaja con su pareja (compañera de trabajo), a la que no quiere, a la que nunca quiso, y de la que ya solo ve como alguien de quien deshacerse, como un pasado que le oprime y del que debe desprenderse. Él, narrador, se une a ella, a Anna. Es uno más de los amantes ocasionales que va encontrando en sus viajes alrededor del mundo, en su búsqueda.

En su magnífico prólogo para la edición de Cabaret Voltaire, Lola Bermúdez (traductora), nos recuerda que los motivos de este libro son los motivos de toda la obra de Duras: la ausencia, la separación, la pérdida,… También la importancia del agua, o de la bebida (dos elementos tan íntimamente unidos a la escritora francesa, por otro lado). Pero hay algo más, algo que le da un aire de novela de aventuras, extraño en la obra de Duras, pero que aquí es fundamental: el viaje. Un viaje de ninguna parte a ningún sitio, en el que aquel motivo que lo sustenta (la búsqueda del marinero, del amor perdido) acaba por perder su sentido, y ya lo único que importa es este en sí mismo. Desplazarse, huir o ir al encuentro: todo es lo mismo.

El marinero de Gibraltad seguramente es una de las obras más desconocidas de Marguerite Duras. El motivo es inexplicable: no solo es una obra inmensa, cautivante (y no encontramos un libro mejor para usar esta palabra), sino que nos transporta a un mundo que se empieza a construir (el de Duras) y también a destruir (el de los personajes, para llegar a una calma recuperada). Es inevitable pensar que la vida es un poco ese trayecto: la búsqueda de un ideal (que tal vez no existió nunca, que quizás hemos perdido), el sueño de un futuro que nos devolverá este pasado (real o no), el pasar de los días, sabiendo que, tal vez, ni tan siquiera queremos encontrar nada, tan solo desplazarnos.


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