El mar, de Blai Bonet (Club Editor) Traducción de Eduardo Jordà | por Óscar Brox

Blai Bonet | El mar

Leyendo el posfacio de Eduardo Jordà, no cabe duda de que Blai Bonet fue un maldito. Un autor incómodo para la crítica y los estamentos literarios, que contribuyeron a su ninguneo, precisamente, por no querer ver la poesía, presente en sus textos, más allá de lo repulsivo. O por desmarcarse de tantas líneas ideológicas que podrían haber reforzado su posición en el mapa, en aquellos tiempos en los que cambió el paisaje mallorquín para probar fortuna en el seno de la modernidad catalana. Por mucho que, al final, eligiese regresar al hogar y cobijarse tras la mesa camilla de su casa para continuar escribiendo; para sumergirse, a tumba abierta, en su microcosmos de sexo, tormento y misticismo.

El mar es uno de esos rayos fulgurantes que, de tanto en tanto, sacuden la literatura. Una obra de juventud que narra el final de esta, la corrupción de la inocencia y la mancha del pecado en el periodo más negro de España. En una ficticia localidad mallorquina, Argelús, Manuel Tur y Andreu Ramallo se recuperan de la tuberculosis en un sanatorio. Apenas han abandonado la adolescencia y ya han vivido demasiadas vidas, demasiados horrores: la guerra, el hambre, la muerte y el dolor. Ese dolor que ahora se concentra en los esputos sanguinolentos que manchan las sábanas de la habitación, pero que habita en ambos en forma de pecado. De deseo, atracción al mal y tormento por alcanzar una imagen (mística, trascendente) del bien que solo los espejos de la habitación parecen contener. Tur y Ramallo son, en el fondo, las dos caras de una misma moneda: la representación pudorosa y la expresión visceral del horror. De ese temor que la guerra transformó en enfermedad y la posguerra en delirio, que ve cómo los frutos más jóvenes se pudren en las camas del hospital consumidos por espumarajos sanguinolentos.

Bonet narra la novela como una suerte de polifonía en la que sus protagonistas comparten los pensamientos interiores con la intensidad de una confesión religiosa, entre el flagelo y la necesidad de perdón. De compartir ese pecado que ha tiznado su alma, tal y como señalará en uno de sus pasajes Manuel Tur al referirse a Ramallo. Y en verdad el temperamento religioso de la novela alcanza cotas máximas al plasmar el terror moral que atenaza a sus personajes. Ese terror que hace ver estigmas en la piel de Tur, vergüenza en su alma cada vez que se deja llevar por los juegos de seducción de Ramallo. Repulsión ante un mal que solo quiere robarle la inocencia, empujarle hacia esa línea de sombra que todos, vencedores y vencidos, han cruzado al participar en las miserias de la Guerra. En la delación, el asesinato, el gesto cobarde o la indiferencia. En esa tierra quemada que la luz pálida del paisaje mallorquín alumbra en su dolor. Como una larguísima penitencia que los dos adolescentes se imponen, cada uno a su manera, para superar el horror vivido hasta ese momento.

El mar es una novela escrita con lengua caliente; poética en su manera de acercarse a esa naturaleza autóctona que cobija a los personajes, tierra de espliego y matorral que adivina el sonido del mar allá a lo lejos. Tierna cuando se mece en los sentimientos de esos niños indefensos, heridos en lo más íntimo, que no dejan de herirse porque en verdad no conocen otra forma de vida. Para los que el sexo es una monstruosidad o un secreto, según de dónde proceda, si es de uno mismo o de esa figura siniestra, Eugeni Morell, que atraviesa el pasado de Ramallo. Para los que la vida, la vida buena, es un completo misterio impenetrable a los olores y ritmos del sanatorio en el que cada cual purga sus dolencias. Por mucho que las del alma sean las incurables.

Dice Eduardo Jordà que pocos autores pueden trasladar, como hizo Bonet, el escalofrío en la visión de un muchacho que se contempla desnudo ante el espejo. Esa turbación, ese remolino de pecado, placer, tristeza y ternura compactado y destilado en las mismas palabras. Eso que, en definitiva, concede tantísima fuerza a la prosa de su autor, tanto poder a las voces que habitan El mar. Y es que, tras la polifonía, la única presencia que queda es la de Blai Bonet. Sus recuerdos de juventud cuando él mismo fue interno de un sanatorio para tuberculosos, el retorcido sentimiento de la fe inculcado en el seminario y el anhelo de belleza, de inocencia, inalcanzable en los tiempos del pan negro y de las heridas abiertas. El mar, posiblemente, es una de las grandes novelas sobre ese tormento que se plasmó de puertas afuera en la enfermedad y la sangre, pero que se vivió en lo más profundo. Como una cicatriz interior, imborrable y eterna, de esa inocencia que ya nadie podría recuperar. Marcada por el terror, el dolor y el pecado.

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