Días de fuga, de Bill Ayers (Hoja de lata) Traducción de Pablo González-Nuevo | por Óscar Brox

Bill Ayers | Días de fuga

El mundo nunca deja de sufrir agresiones; basta revisar pacientemente los informes de Amnistía Internacional para observar la larga cadena de agravios que, de un país a otro, se suceden sin freno. Violaciones de derechos fundamentales, guerras, desajustes económicos que provocan aún más desigualdad; la lista es demasiado extensa y la sensación que produce, en numerosas ocasiones, es de enorme desamparo. Ese mismo que nos pregunta qué podemos hacer para responder a la situación, qué clase de conciencia social cabe proyectar para evitar (o rechazar o protestar contra) esas acciones. Porque, y la historia reciente de este país lo demuestra, cuesta consentir que un gobierno decida unilateralmente tomar medidas sin advertir antes la responsabilidad que la ciudadanía le exige.

Bill Ayers era un adolescente cuando algunas de estas impresiones empezaron a calar hondo en su interior. Hijo de familia numerosa, se crió en una época en la que Estados Unidos abandonaba los tranquilos años 50 para abrazar una etapa de movimientos y causas sociales, de inestabilidad política e intervenciones bélicas. Aquella en la que los sueños de Juventud se encontraron con la Guerra de Vietnam. Días de fuga, el libro que publica Hoja de lata en su colección mecanoclastia, es una crónica de los años de juventud, acción y rebelión social, con el racismo, la paz, los movimientos políticos y las acciones organizadas como telón de fondo. También una biografía, aunque Ayers insista en subrayar las alteraciones literarias sufridas, de la educación sentimental de su autor. El despertar de una conciencia en un momento en el que la Historia exigía dejar de eludir nuestra responsabilidad moral en el funcionamiento de un país.

Walter Benjamin decía que la Historia la escriben los vencedores, de ahí que personajes torvos como Kissinger o Donald Rumsfeldt gocen de un prestigio público que en ningún caso se corresponde con sus decisiones políticas. A Claude Eatherley, piloto de uno de los B-29 que bombardeó Hiroshima, arrepentido por su gesto monstruoso, lo tomaron por loco, y a los Stokely Carmichael, Bobby Seale y compañía por individuos peligrosos. En Días de fuga, Ayers aprovecha la posibilidad para contar la Historia desde el otro lado. Así, nos explica cómo empezaron a desarrollarse los primeros movimientos estudiantiles, cómo se organizó un conglomerado de siglas que englobaba a diferentes intereses bajo una misma acción; cómo la educación (libre y sin condicionamientos) fue uno de los puntos que se trabajó desde escuelas y talleres; y cómo el enorme entusiasmo ayudó a poner en marcha a un colectivo de jóvenes, negros o blancos, americanos o emigrados, en busca de un sueño de justicia e igualdad social. Un sueño que se cobró demasiadas vidas y que, en algunos tramos de la década que abarcó de 1965 a 1975, fue una pesadilla. Pero un sueño que permitió a sus protagonistas convertirse en palancas para activar un cambio en la mentalidad norteamericana, ejemplificado en el rechazo a la intervención bélica en Vietnam.

Ajeno a cualquier pose romántica, Ayers retrata los entresijos del movimiento al que perteneció, los weathermen, sin eludir errores ni escurrir el bulto. O cómo la euforia de una marcha ciudadana bien organizada derivó en una lluvia de palos, detenciones y palizas salvajes. Todo cambió con la detonación accidental en un piso franco de Nueva York, en la que murió su antigua pareja y uno de sus mejores amigos; episodio que Ayers intenta reconstruir con el dolor de no saber, aún hoy, cómo pudo suceder la explosión. La muerte y la persecución policial deriva en una actividad clandestina y en una sopa de letras en la que las siglas de unos y otros se confunden y los movimientos sociales pierden un poco de su identidad propia en todo ese marasmo. Sin embargo, Ayers nunca deja pasar la oportunidad de preguntarse a sí mismo por la fuerza de sus convicciones. ¿Se podía calificar de terrorismo lo que llevó a cabo? Nunca mataron a nadie y todas las bombas que pusieron se dirigieron a objetivos simbólicos, lugares patrióticos en los que anidaba el germen de una política babosa empeñada en su imperialismo. Además, ¿acaso podían los Estados Unidos, con su revanchismo belicista, acusarle de algo que ellos mismos predicaban en Vietnam o Camboya? En un gesto profundamente conmovedor, Ayers narra cómo su mujer y él mismo se presentaron ante la policía para responder por los cargos por los que se les buscaba. Y cómo, también, los cargos fueron retirados.

Mientras los Weathermen preparaban sus acciones, en Woodstock tenía lugar un momento único en la contracultura norteamericana. La llamada era de Acuario no duró tanto como su fulgurante comienzo hacía presagiar; tampoco los movimientos sociales resistieron, en algunos casos, las embestidas de la policía o, simplemente, de la edad. Ayers escribe con firmeza, pero nunca oculta (ni culpa) el terror y los numerosos saltos al vacío que había que tomar para tirar adelante. Murieron amigos, cambiaron nombres e identidades, y la vida continuó. Ben Reitman, pope del movimiento hobo, denunciaba que la manera más rápida para acabar con los vagabundos era integrándolos en la cultura capitalista; una prestación social o un programa de inserción eran las herramientas más eficaces para liquidar cualquier insurgencia moral significativa; para destruir sus lugares, sus saberes y su diversidad cultural. Sin mencionarlo, parece que Ayers piense lo mismo. De ahí que, en una decisión plenamente consecuente, el gran esfuerzo de su biografía pase por fortalecer los vínculos de esa conciencia social a través de la educación.

Días de fuga termina con un epílogo escrito en 2008, tras el paso de la aciaga administración Bush y al borde del nombramiento de Obama como Presidente de los Estados Unidos. En él, Ayers recuerda los efectos devastadores del 11-S, cómo neutralizó cualquier atisbo de razón social para engrasar una vez más la maquinaria bélica; recuerda, también, que aún hoy le persigue la etiqueta de terrorista y que su amistad con Obama (ambos son de Chicago) se utilizó como arma arrojadiza en la campaña electoral. Sería interesante, seis años después, un premio Nobel más tarde, con unas cuantas intervenciones militares y varios escándalos de escuchas en su haber, conocer la valoración de Ayers sobre Obama. La conclusión de su apasionante biografía es que, más que en sujetos de acción, necesitamos convertirnos en sujetos de derecho; no podemos dejar que el Poder tome las decisiones por nosotros. Ante esa guerra, quién sabe si eterna, solo queda una disidencia lúcida y una oposición plena. Solo así puede cobrar sentido lo que de política puede tener nuestra conciencia social. Solo así pueden sobrevivir esos valores que fundan nuestra educación y nuestro profundo humanismo.


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